Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro decimotercero

Marius se interna en las tinieblas

Cap I : De la calle de Plumet al barrio de Saint-Denis.

Aquella voz que, en el crepúsculo, había llamado a Marius para que fuera a la barricada de la calle de La Chanvrerie le pareció a éste la voz del destino. Quería morir y se le brindaba la ocasión; llamaba a la puerta de la tumba y una mano, en la sombra, le alargaba la llave. Esas lúgubres brechas que se abren en las tinieblas ante la desesperación son tentadoras. Marius movió la verja que tantas veces lo había dejado pasar, salió del jardín y dijo: «¡Vamos!».

Loco de dolor, no sintiendo ya en el pensamiento nada fijo ni sólido, incapaz de aceptarle ya nada al destino tras los dos meses transcurridos en la embriaguez de la juventud y del amor, agobiándolo al tiempo todos los ensimismamientos de la desesperación, no tenía ahora sino un deseo, acabar cuanto antes.

Echó a andar velozmente. Precisamente iba armado, pues llevaba encima las pistolas de Javert.

Había perdido de vista, por las calles, al muchacho a quien le había parecido intuir.

Marius, que salió de la calle de Plumet por el bulevar, cruzó L’Esplanade y el puente de Les Invalides, Les Champs-Élysées, la plaza de Louis XV y llegó a la calle de Rivoli. Los comercios estaban abiertos, ardía el gas en los soportales, las mujeres compraban en las tiendas, la gente tomaba helados en el café Laiter y pastelitos en la pastelería inglesa. Sólo unas cuantas sillas de posta salían al galope del Hôtel des Princes y del Hôtel Meurice.

Marius entró en el pasadizo Delorme por la calle de Saint-Honoré. Allí estaban cerradas las tiendas; los comerciantes charlaban ante las puertas entornadas, los transeúntes pasaban, estaban encendidos los faroles, de las primeras plantas para arriba todas las ventanas tenían luz como siempre. Había unidades de caballería en la plaza de Le Palais-Royal.

Marius tiró por la calle de Saint-Honoré. Según se iba alejando de la plaza de Le Palais-Royal, había menos ventanas encendidas; las tiendas estaban cerradas a cal y canto, nadie charlaba en los umbrales, la calle se iba oscureciendo y, al tiempo, la concurrencia era más nutrida. No se veía a nadie hablar entre el gentío y, no obstante, brotaba de él un zumbido sordo y hondo.

Por las inmediaciones de la fuente de L’Arbre-Sec había «concentraciones», algo así como grupos quietos y adustos que se quedaban, entre quienes iban y venían, como piedras en medio de la corriente.

A la entrada de la calle de Les Prouvaires, la muchedumbre ya no avanzaba. Formaba un bloque resistente, macizo, sólido, compacto, casi impenetrable, de personas agolpadas que charlaban por lo bajo. No quedaban ya casi fraques negros ni sombreros de media copa. Blusas y blusones, gorras, cabezas despeinadas y terrosas. Aquella muchedumbre ondulaba de forma confusa entre la bruma nocturna. Sus cuchicheos sonaban con el acento ronco de un estremecimiento. Aunque nadie se movía, se oía ruido de pies en el barro. Más allá de aquel gentío denso, en la calle de Le Roule, en la calle de Les Prouvaires y en la prolongación de la calle de Saint-Honoré, no quedaba ya ni una ventana en que luciera una vela. Podía verse cómo se internaban por esas calles las filas solitarias y decrecientes de los faroles. Los faroles de entonces se parecían a estrellas grandes y rojas colgadas de unas cuerdas y proyectaban en el empedrado una sombra con la forma de una araña grande. Esas calles no estaban desiertas.