Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro decimotercero
Marius se interna en las tinieblas
Cap II : París a vista de búho.
Cualquier ser vivo que hubiese planeado en aquellos momentos con alas de murciélago o de lechuza habría visto un espectáculo hosco.
Todo ese barrio viejo del Mercado Central, que es como una ciudad dentro de la ciudad, por el que pasan las calles de Saint-Denis y de Saint-Martin, en que se cruzan mil callejuelas y donde se habían hecho fuertes los insurrectos convirtiéndolo en su plaza de armas, se le habría aparecido como un agujero enorme y oscuro excavado en el centro de París. Era como si la mirada cayese en un barranco. Como los faroles estaban rotos y las ventanas cerradas, allí acababa cualquier fulgor de vida, cualquier rumor, cualquier movimiento. La invisible policía del levantamiento velaba por doquier y mantenía el orden, es decir, la oscuridad. Disimular los efectivos escasos con una gran oscuridad, multiplicar a todos y cada uno de los combatientes por las posibilidades que brinda esa oscuridad, tal es la táctica que precisa la insurrección. Al caer la tarde, a toda ventana o a toda vela que se hubiesen encendido les habían disparado una bala. La luz se había apagado y, a veces, el vecino había muerto. Nada se movía, en consecuencia. Sólo quedaba allí, en aquellas casas, temor, duelo y estupor; y, en las calles, algo semejante a un espanto sacro. Ni siquiera se divisaban las largas filas de ventanas y pisos, los festones de las chimeneas y de los tejados, los reflejos inconcretos que destellan en el pavimento embarrado y húmedo. Los ojos que hubieran mirado desde las alturas aquella acumulación de sombra quizá podrían haber visto a medias, de trecho en trecho, resplandores inconcretos que resaltaban líneas quebradas y extrañas, perfiles de edificaciones singulares, algo así como unas luces que fueran y vinieran entre unas ruinas; allí estaban las barricadas. Lo demás era un lago de oscuridad, brumoso, agobiante, fúnebre, por encima del que se alzaban como siluetas inmóviles y lúgubres la torre de Saint-Jacques, la iglesia de Saint-Merry y otros dos o tres edificios de gran tamaño que el hombre convierte en gigantes, y la noche, en fantasmas.
Rodeando ese laberinto desierto e intranquilizador, en los barrios en que no había desaparecido la circulación parisina y donde lucían unos cuantos faroles, el observador aéreo podría haber divisado el centelleo metálico de los sables y de las bayonetas, el rodar sordo de la artillería y el pulular de los batallones silenciosos que iban creciendo por minutos; cinturón formidable que se iba apretando y cerrando despacio en torno a la sublevación.
El barrio tomado no era ya sino una monstruosa caverna; todo parecía dormido o quieto y, como acabamos de ver, ninguna de las calles por las que era posible pasar brindaba nada que no fueran tinieblas.
Tinieblas hoscas, repletas de trampas, repletas de encuentros desconocidos y temibles, donde daba miedo penetrar y era espantoso quedarse, donde quienes entraban se estremecían ante quienes los estaban esperando, donde quienes esperaban se sobresaltaban ante los que iban a llegar. Combatientes invisibles emboscados tras las esquinas; las asechanzas del sepulcro ocultas en la densa oscuridad de la noche.