Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro duodécimo

Corinthe

Cap VIII : Varios signos de interrogación referidos a un tal Le Cabuc que a lo mejor no se llamaba Le Cabuc.

El cuadro trágico que hemos empezado no quedaría completo y el lector no vería con el relieve exacto esos minutos mayores de dolores de parto social y de nacimiento revolucionario, en que la convulsión se mezcla con el esfuerzo, si omitiésemos, en el esbozo que aquí estamos trazando, un incidente que rebosa un espanto épico y fiero y que ocurrió casi inmediatamente después de irse Gavroche.

Las aglomeraciones, sabido es, son como una bola de nieve y en ellas se acumulan, según van rodando, muchos hombres tumultuosos. Esos hombres no se preguntan unos a otros de dónde vienen. Entre los transeúntes que se habían unido al grupo que dirigían Enjolras, Combeferre y Courfeyrac, había un individuo que llevaba la chaqueta, desgastada en los hombros, de los descargadores, que gesticulaba, que vociferaba y que tenía la pinta de un borracho asilvestrado. Aquel hombre, que se llamaba Le Cabuc, a menos que ése fuera su apodo, y a quien por lo demás no conocía ni poco ni mucho ninguno de los que decían que sí sabían quién era, muy borracho o fingiendo estarlo, se había sentado con otros cuantos a una mesa que habían sacado de la taberna. El tal Cabuc, al tiempo que hacía beber a los que se enfrentaban a él, parecía mirar atentamente, con expresión muy pensativa, la casa grande del fondo de la barricada, cuyos cinco pisos dominaban toda la calle y estaban enfrente de la calle de Saint-Denis. De repente, exclamó:

—¿Sabéis una cosa, compañeros? Desde esa casa es desde donde deberíamos disparar. ¡Cuando estemos en esas ventanas, a ver quién es el guapo que se mete por esta calle!

—Sí, pero la casa está cerrada —dijo uno de los bebedores.

—¡Pues vamos a aporrear la puerta!

—No nos abrirán.

—¡La hundimos!

Le Cabuc corre hacia la puerta, que tenía un llamador muy recio, y llama. La puerta no se abre. Llama otra vez. Nadie contesta. Un tercer golpe. El mismo silencio.

—¿Hay alguien? —grita Le Cabuc.

Nada se mueve.

Entonces agarra un fusil y empieza a pegar culatazos en la puerta. Era una puerta vieja, de las que dan paso a un corredor de entrada, cimbrada, baja, estrecha, sólida, toda ella de roble y forrada por dentro con una chapa y un armazón de hierro; una auténtica poterna de fortaleza. Con los culatazos temblaba la casa; pero no podían con la puerta.

Es probable, no obstante, que los vecinos se hubieran dado por enterados, porque, por fin, vieron que se encendía y se abría un tragaluz cuadrado del tercer piso y que asomaba por ese tragaluz una vela y la cabeza bondadosa y asustada de un buen hombre de pelo gris, que era el portero.