Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro duodécimo

Corinthe

Cap II : Diversiones preliminares.

Laigle de Meaux, sabido es, vivía más en casa de Joly que en cualquier otra parte. Tenía una vivienda igual que un pájaro tiene una rama. Los dos amigos vivían juntos, comían juntos, dormían juntos. Lo tenían todo en común, incluso a Musichetta hasta cierto punto. Eran eso que los frailes subalternos que van de acompañantes llaman bini. La mañana del 5 de junio se fueron a almorzar a Corinthe. Joly tenía la nariz tapada y un catarro tremendo que a Laigle se le estaba empezando a contagiar. Laigle llevaba un frac raído, pero Joly iba bien trajeado.

Eran alrededor de las nueve de la mañana cuando abrieron la puerta de Corinthe.

Subieron al primero.

Matelote y Gibelotte los recibieron.

—Ostras, queso y jamón —dijo Laigle.

Y se sentaron a la mesa.

No había nadie en la taberna; estaban los dos solos.

Gibelotte reconoció a Joly y a Laigle y puso una botella de vino en la mesa.

Cuando estaban con las primeras ostras, asomó una cabeza por la escotilla de las escaleras y una voz dijo:

—Pasaba y desde la calle noté un aroma delicioso a queso de Brie. Aquí estoy.

Era Grantaire.

Grantaire cogió un taburete y se sentó a la mesa.

Gibelotte, al ver a Grantaire, puso dos botellas de vino en la mesa.

Con lo cual ya había tres.

—¿Vas a beberte esas dos botellas? —le preguntó Laigle a Grantaire.

Grantaire contestó:

—Todos son ingeniosos y sólo tú eres ingenuo. Dos botellas nunca le han extrañado a un hombre.

Los otros dos habían empezado por comer, pero Grantaire empezó por beber. No tardó en desaparecer media botella.

—¿Tienes un agujero en el estómago? —siguió preguntando Laigle.

—¿No tienes tú uno en el codo? —dijo Grantaire.

Y, tras apurar el vaso, añadió:

—Por cierto, Laigle de las oraciones fúnebres, muy viejo tienes el frac.

—Por supuesto —saltó Laigle—. Por eso nos llevamos tan bien mi frac y yo. Se ha amoldado a mí del todo, no me molesta nada, se adapta a mis deformidades, se aviene a todos los ademanes que hago; sólo noto que lo llevo puesto porque me abriga. Los abrigos viejos son como viejos amigos.

—Es verdad —exclamó Joly, metiendo baza—. Un abrigo viejo es un viejo abigo.

—Sobre todo —dijo Grantaire— cuando lo dice un hombre con la nariz taponada.

—Grantaire —preguntó Laigle—, ¿vienes del bulevar?

—No.

—Joly y yo acabamos de ver pasar la cabeza del cortejo.

—Es un espectáculo baravilloso —dijo Joly.

—¡Qué tranquila está esta calle! —exclamó Laigle—. ¿Quién se pensaría que París está manga por hombro? ¡Cómo se nota que por aquí antes no había más que conventos! En Du Breul y Sauval viene la lista, y en el padre Lebeuf. Los había por todos los alrededores, pululaban, calzados y descalzos, rapados y barbudos, grises, negros y blancos, franciscanos, mínimos, capuchinos, carmelitas, agustinos mayores, agustinos reformados, agustinos viejos… Pululaban.