Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro decimocuarto
Las grandezas de la desesperación
Cap II : La bandera — acto segundo.
Desde que habían llegado a Corinthe y se habían puesto a construir la barricada nadie había vuelto a fijarse en Mabeuf. Sin embargo, el señor Mabeuf no se había apartado del grupo. Entró en la planta baja y se sentó detrás del mostrador. Y allí se anonadó en sí mismo, por decirlo de alguna manera. Era como si ya ni viese ni pensase. Courfeyrac y algunos otros se le habían acercado dos o tres veces para avisarlo del peligro y lo habían instado a que se apartase, pero no parecía haberlos oído. Cuando nadie estaba hablando con él, movía la boca como si contestase a alguien, y en cuanto alguien le dirigía la palabra los labios ya no se le movían y los ojos no parecían ya vivos. Pocas horas antes de que atacasen la barricada, adoptó una postura y no se volvió a mover, con los dos puños en las rodillas y la cabeza gacha, como si estuviera mirando al fondo de un precipicio. Nada pudo hacerle cambiar de postura; era como si su pensamiento no estuviera en la barricada. Cuando se fueron todos a sus puestos de combate, no quedaron ya en la sala de abajo más que Javert, atado al poste, un insurrecto con el sable desenvainado, que lo vigilaba, y Mabeuf. Cuando ocurrieron el ataque y la detonación, la sacudida física llegó hasta él y pareció que lo despertaba; se puso de pie de repente, cruzó la sala y cuando estaba Enjolras repitiendo la llamada: «¿Nadie se ofrece?», vieron aparecer al anciano en el umbral de la taberna.
Su presencia causó en los diversos grupos algo semejante a una conmoción. Se alzó un grito:
—¡Es el votante de la Convención! ¡Es el convencional! ¡Es el representante del pueblo!
Él probablemente no los oía.
Se dirigió en derechura hacia Enjolras; los insurrectos le abrían paso con temor religioso; le quitó de las manos la bandera a Enjolras, que retrocedía, petrificado; y entonces, sin que nadie se atreviera ni a detenerlo ni a ayudarlo, aquel anciano de ochenta años, de cabeza temblona pero de pie firme, empezó a subir despacio la escalera de adoquines que habían hecho en la barricada. Era todo tan sombrío y tan tremendo que cuantos lo rodeaban gritaron: «¡A descubrirse!». A cada peldaño que subía, y era algo espantoso, el pelo blanco, el rostro decrépito, la frente ancha, calva y arrugada, los ojos hundidos, la boca asombrada y abierta y el brazo anciano que enarbolaba la bandera roja iban saliendo de las sombras y crecían en la claridad sanguinolenta de la antorcha; y era como ver al espectro de 1793 brotando del suelo con la bandera del Terror en la mano.
Cuando llegó al último peldaño, cuando aquel fantasma trémulo y terrible, de pie encima de ese montón de escombros en presencia de mil doscientos fusiles invisibles, se irguió de cara a la muerte como si fuera más fuerte que ella, la barricada toda adquirió entre las tinieblas un aspecto sobrenatural y colosal.