Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro duodécimo

Corinthe

Cap III : La oscuridad empieza a tragarse a Grantaire.

Era, desde luego, un sitio de lo más indicado: la entrada de la calle, de boca ancha; el fondo, más angosto y acabado en un callejón sin salida; Corinthe, formando un estrechamiento; la calle de Mondétour, fácil de cortar a derecha e izquierda; ningún ataque posible más que por la calle de Saint-Denis, es decir, de frente y al descubierto. Bossuet borracho había tenido la misma vista que Aníbal sobrio.

Al irrumpir el tropel, cundió el espanto en toda la calle. Todos los viandantes se esfumaron. En lo que dura un relámpago, al fondo, a la derecha, a la izquierda, los comercios, los talleres, los corredores de entrada a las casas, las ventanas, las celosías, los sotabancos y los postigos de todos los tamaños se cerraron, desde las plantas bajas hasta los tejados. Una anciana asustada sujetó un colchón, delante de la ventana, a dos varas de tender la ropa, para amortiguar el tiroteo. Sólo el edificio de la taberna seguía abierto, y ello por un excelente motivo: el tropel de gente se había metido dentro a todo correr.

—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! —suspiraba la señora Hucheloup.

Bossuet había bajado al encuentro de Courfeyrac.

Joly, que se había asomado a la ventana, gritó:

—Courfeyrac, deberías haber cogido el paraguas. Vas a acatarrarte.

Entre tanto, habían bastado pocos minutos para arrancar veinte barras de hierro de la parte delantera, enrejada, de la taberna y ya habían levantado los adoquines de veinte metros de calle; Gavroche y Bahorel habían agarrado al pasar el carretón de un fabricante de cal, que se llamaba Anceau, y lo habían volcado; había en el carretón tres barriles llenos de cal, que pusieron debajo de unos adoquines apilados; Enjolras abrió la trampilla del sótano y todos los toneles vacíos de la viuda de Hucheloup acabaron alineados con los barriles de cal; Feuilly, con aquellos dedos tan mañosos para pintar las varillas delicadas de los abanicos, reforzó los toneles y el carretón con dos montones macizos de mampuestos. Mampuestos improvisados, por lo demás, y cogidos de a saber dónde. Habían arrancado unas vigas de refuerzo de la fachada de una casa vecina y las colocaron encima de los barriles. Cuando Bossuet y Courfeyrac se dieron la vuelta, una muralla más alta que un hombre cortaba media calle. No hay nada mejor que las manos del pueblo para edificar todo cuanto se edifica derribando.

Matelote y Gibelotte se habían sumado a los trabajadores. Gibelotte iba y venía, cargada de cascotes. Su cansancio estaba al servicio de la barricada. Servía adoquines igual que servía vino, con cara de estar dormida.

Un ómnibus del que tiraban dos caballos blancos pasó por el extremo de la calle.

Bossuet saltó por encima de los adoquines, detuvo al cochero, hizo bajar a los viajeros, ayudó a bajar «a las señoras», despidió al conductor y regresó con el vehículo y los caballos, que llevaba de las riendas.

—Los ómnibus —dijo— no pasan por delante de Corinthe. Non licet omnibus adire Corinthum.

Poco después, los caballos desenganchados se fueron al azar por la calle de Mondétour y el ómnibus, tumbado de lado, completaba el corte de la calle.

La señora Hucheloup, descompuesta, se había refugiado en el primer piso.

Tenía la vista extraviada y miraba sin ver, gritando por lo bajo. Los gritos de espanto no se atrevían a salir de la garganta.

—Es el fin del mundo —susurraba.