Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro octavo

Los cementerios toman lo que les dan

Cap I : Donde se trata de la forma de entrar en el convento.

En ese convento es donde Jean Valjean, en palabras de Fauchelevent, había «caído del cielo».

Había saltado la tapia del jardín que hacía esquina a la calle de Polonceau. Aquel himno angélico que había oído en plena noche eran las monjas cantando maitines; aquella sala que había visto a medias en la oscuridad era la capilla; aquel fantasma que había visto tirado en el suelo era la hermana que estaba haciendo el desagravio; aquel cascabel cuyo ruido le había causado tanta extrañeza era el cascabel del jardinero atado a la rodilla de Fauchelevent.

Tras acostar a Cosette, Jean Valjean y Fauchelevent, como ya hemos visto, cenaron un vaso de vino y un trozo de queso delante de un buen fuego; pero la única cama de la cabaña la ocupaba Cosette, así que se echaron ambos en sendos haces de paja. Antes de cerrar los ojos, Jean Valjean había dicho: «Ahora tengo que quedarme aquí». Aquella frase le estuvo dando vueltas toda la noche por la cabeza a Fauchelevent.

A decir verdad, no durmieron ninguno de los dos.

Jean Valjean, al darse cuenta de que lo habían encontrado y de que Javert andaba tras su pista, sabía que tanto él como Cosette estaban perdidos si volvían a París. Ya que la nueva ráfaga de viento que acababa de empujarlo lo había hecho naufragar en aquel claustro, Jean Valjean en lo único que pensaba ya era en no moverse de él. Ahora bien, para un desventurado en sus circunstancias, aquel convento era al tiempo el lugar más peligroso y el más seguro; el más peligroso porque, ya que ningún hombre podía entrar en él, si lo encontraban lo cogían en flagrante delito, y para Jean Valjean sólo habría un paso del convento a la cárcel; y el más seguro porque, si conseguía que lo admitieran y quedarse a vivir allí, ¿quién iba a ir a buscarlo a aquel lugar? La salvación consistía en vivir en un sitio imposible.

Por su parte, Fauchelevent se estaba devanando los sesos. Empezaba por decirse que no entendía nada. Con unas tapias como aquéllas, ¿cómo estaba allí el señor Madeleine? No se pueden sortear de una zancada las tapias de un claustro. ¿Y cómo es que estaba allí con una niña? No se puede escalar una pared cortada a pico con una niña en brazos. ¿Quién era esa niña? ¿De dónde venían los dos? Desde que Fauchelevent había llegado al convento, no había vuelto a oír hablar de Montreuil-sur-Mer y no sabía nada de cuanto había sucedido. El señor Madeleine tenía una expresión de esas que no animan a hacer preguntas; y, además, Fauchelevent se decía: «A un santo no se le hacen preguntas». El señor Madeleine seguía conservando íntegro su prestigio para él. Pero, por algunas palabras que se le habían escapado a Jean Valjean, al jardinero le pareció que podía llegar a la conclusión de que seguramente el señor Madeleine había quebrado, ya que corrían unos tiempos muy duros, y que lo perseguían sus acreedores; o que se había comprometido en algún asunto político y se andaba escondiendo, cosa que no disgustó a Fauchelevent, que, como muchos de nuestros campesinos del norte de Francia, conservaba simpatías bonapartistas. Al buscar un sitio donde esconderse, el señor Madeleine había elegido el asilo del convento, y era normal que quisiera quedarse. Pero lo inexplicable, el hecho al que Fauchelevent volvía una y otra vez y contra el que se daba de cabezazos, era que el señor Madeleine estuviera allí y que estuviera con aquella niña. Fauchelevent los veía, los tocaba, les hablaba y no se lo acababa de creer. Lo incompresible acababa de entrar en la cabaña de Fauchelevent. Fauchelevent conjeturaba a tientas y lo único que veía claro era lo siguiente: el señor Madeleine me salvó la vida.