Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap XIV : En que un agente de policía le da dos cachorrillos a un abogado.

Al llegar al número 14 de la calle de Pontoise, Marius subió al primer piso y preguntó por el comisario de policía.

—El señor comisario de policía no está —le dijo un oficinista—. Pero lo sustituye un inspector. ¿Quiere usted hablar con él? ¿Es algo urgente?

—Sí —dijo Marius.

El oficinista lo hizo pasar al despacho del comisario. Un hombre de elevada estatura estaba de pie, detrás de una reja, apoyado en una estufa y recogiéndose con ambas manos los vuelos de un amplio carrique con tres esclavinas. Tenía la cara cuadrada, los labios finos y firmes, unas patillas muy abundantes y tremebundas que empezaban a encanecer, una mirada que le ponía del revés los bolsillos a cualquiera. Habría podido decirse de esa mirada no que era penetrante, sino que lo registraba a uno.

Aquel hombre no aparentaba menor ferocidad ni parecía menos temible que Jondrette; a veces no resulta menos inquietante toparse con el dogo que con el perro.

—¿Qué quiere? —le preguntó a Marius, sin añadir «caballero».

—¿El señor comisario de policía?

—Está ausente. Yo lo sustituyo.

—Es para un asunto de mucho secreto.

—Pues hable.

—Y de mucha urgencia.

—Pues entonces hable deprisa.

Aquel hombre tranquilo y brusco daba miedo y, al tiempo, resultaba tranquilizador. Inspiraba temor y confianza. Marius le refirió la aventura: que a una persona a quien no conocía más que de vista iban a hacerla caer esa misma tarde en una encerrona; que, como él, Marius Pontmercy, abogado, vivía en la habitación de al lado del tugurio, había oído toda la confabulación a través del tabique; que el granuja que había ideado la trampa era un tal Jondrette; que iba a tener cómplices, seguramente maleantes de portillo, entre otros un tal Panchaud, conocido por Printanier y Bigrenaille; que las hijas de Jondrette vigilarían; que no había forma alguna de avisar al hombre amenazado, dado que ni siquiera sabía cómo se llamaba; y que, para terminar, todo lo dicho iba a llevarse a cabo aquella tarde a las seis en el punto más desierto del bulevar de L’Hôpital y en la casa que llevaba los números 50 y 52.

Al oír el número, el inspector alzó la cabeza y dijo fríamente:

—¿Así que es la habitación esa del fondo del pasillo?

—Precisamente —dijo Marius; y añadió—: ¿Conoce usted la casa? El inspector se quedó callado unos momentos y, luego, contestó, calentándose el tacón de la bota en la boca de la estufa:

—Tal parece.

Y añadió entre dientes, hablándole menos a Marius que a la corbata:

—Algo debe de tener que ver El culo del gato.

Esa frase le llamó la atención a Marius.

—El culo del gato —dijo—. Efectivamente, he oído esa expresión.

Y le contó al inspector el diálogo del melenudo y del barbudo en la nieve, detrás de la tapia de la calle de Le Petit-Banquier.