Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap XIII : Solus cum solo, in loco remoto, non cogitabuntur orare pater noster.

Marius, por muy absorto que estuviera, era, como ya hemos dicho, un carácter firme y enérgico. El hábito del recogimiento solitario, al desarrollar en él la simpatía y la compasión, habían hecho quizá que le fuera a menos la facultad de irritarse, pero había dejado intacta la facultad de indignarse; tenía la benevolencia de un brahmán y la severidad de un juez; se compadecía de un sapo, pero aplastaba una víbora. Ahora bien, el sitio al que acababa de bajar la vista era un nido de víboras; lo que tenía ante los ojos era un nido de monstruos.

—Hay que pisotear a esos miserables —se dijo.

No había quedado aclarado ninguno de los enigmas que tenía la esperanza de que se disiparan; antes bien, todos se habían vuelto, quizá, más densos; no sabía nada nuevo acerca de la hermosa joven de Le Luxembourg y del hombre a quien llamaba señor Leblanc; sólo que Jondrette los conocía. A través de las palabras tenebrosas que se habían pronunciado, no veía con claridad sino una cosa: que estaban preparando una encerrona misteriosa, pero terrible; que el padre y la hija corrían ambos un gran peligro, ella probablemente y el padre a ciencia cierta, que había que salvarlos, que había que burlar las intrigas abominables de los Jondrette y romperles la tela a esas arañas.

Estuvo un rato observando a la Jondrette. Había sacado de un rincón un hornillo viejo de chapa y estaba hurgando entre la chatarra.

Se bajó de la cómoda lo más despacio que pudo y teniendo buen cuidado de no hacer ruido alguno.

Aterrado con lo que se estaba preparando y lleno del espanto que le habían infundido los Jondrette, notaba algo así como una alegría al pensar que a lo mejor estaba en su mano hacerle un favor como aquél a la muchacha a la que amaba.

Pero ¿cómo actuar? ¿Avisar a las personas amenazadas? ¿Dónde dar con ellas? No sabía sus señas. Habían aparecido de un momento ante su vista y luego habían vuelto a sumirse en las gigantescas honduras de París. ¿Esperar al señor Leblanc en la puerta a las seis, cuando llegase, y avisarlo de la trampa? Pero Jondrette y su gente lo verían al acecho; la zona estaba desierta; serían más fuertes que él, darían con la forma de apresarlo o de alejarlo, y el hombre al que Marius quería salvar estaría perdido. Acababa de dar la una, la encerrona estaba preparada para las seis. Marius tenía cinco horas por delante.

Sólo quedaba una cosa por hacer.

Se puso la levita presentable, se anudó una bufanda al cuello, cogió el sombrero y salió sin hacer más ruido que si caminase descalzo por el musgo.

Por lo demás, la Jondrette seguía hurgando en los hierros viejos.

Una vez fuera de la casa, se fue hacia la calle de Le Petit-Banquier.

Había llegado más o menos al centro de la calle, junto a una tapia muy baja, que se puede salvar de una zancada en algunos tramos y da a un solar; andaba despacio porque estaba preocupado; la nieve le amortiguaba los pasos; de repente, oyó voces que hablaban muy cerca de él. Volvió la cabeza, la calle estaba desierta, no había nadie y, no obstante, oía las voces con toda claridad.