Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro séptimo

Paréntesis

Cap II : El convento, hecho histórico.

Desde el punto de vista de la historia, de la razón y de la verdad, el monacato está condenado.

Los monasterios, cuando abundan en una nación, son nudos en la circulación, instituciones que estorban, centro de pereza en los lugares en que se precisan centros de trabajo. Las comunidades monásticas son a la gran comunidad social lo que el muérdago al roble, lo que la verruga al cuerpo humano. Su prosperidad y su robustez son el empobrecimiento del país. El régimen monástico, provechoso cuando empiezan las civilizaciones, útil para que lo espiritual empiece a mermar la brutalidad, es malo para la virilidad de los pueblos. Además, cuando se relaja y entra en su etapa de desgobierno, como sigue sirviendo de ejemplo, se convierte en malo por las mismas razones que lo hacían salutífero en su período de pureza.

Ha pasado el tiempo de las clausuras. Los claustros, útiles para la primera educación de la civilización moderna, estorban su crecimiento y perjudican su desarrollo. En tanto en cuanto instituciones y herramienta de formación del hombre, los monasterios, buenos en el siglo X, discutibles en el siglo XV, son infames en el siglo XIX. La lepra monástica carcomió casi hasta el esqueleto a dos naciones admirables, Italia y España, aquélla la luz y ésta el esplendor de Europa durante siglos; y, en los tiempos que corren, esos dos ilustres pueblos no están empezando a mejorar más que gracias a la sana y vigorosa higiene de 1789.

El convento, el antiguo convento de mujeres, sobre todo, tal y como lo vemos aún en los umbrales de este siglo en Italia, en Austria, en España, es una de las plasmaciones más sombrías de la Edad Media. El claustro, ese claustro, es el punto de intersección de los espantos. El claustro católico propiamente dicho está repleto de la irradiación negra de la muerte.

El convento español, sobre todo, es fúnebre. Allí dentro se alzan en la oscuridad, bajo bóvedas colmadas de brumas, bajo cúpulas inconcretas de tan sombrías, macizos altares babélicos, elevados como catedrales; allí cuelgan de cadenas, entre las tinieblas inmensas, crucifijos blancos; allí se brindan, desnudos sobre el ébano, enormes Cristos de marfil, más que ensangrentados, sanguinolentos; son repulsivos y espléndidos, por los codos les asoman los huesos, por las rótulas les asoman los tegumentos, por las llagas asoma la carne; los coronan espinas de plata, los clavan clavos de oro, llevan gotas de sangre de rubíes en la frente y lágrimas de brillantes en los ojos. Los brillantes y los rubíes parecen húmedos y hacen llorar, abajo, en la sombra, a criaturas envueltas en velos, con los costados heridos por el cilicio y por el látigo de puntas de hierro, con pechos que aplastan unos zarzos de mimbre, con rodillas que la oración despelleja; unas mujeres que se creen esposas, unos espectros que se creen serafines. ¿Estas mujeres piensan? No. ¿Tienen voluntad? No. ¿Aman? No. ¿Viven? No. Los nervios se les han vuelto huesos; los huesos se les han vuelto piedras. El velo que llevan es noche tejida. El hálito, bajo el velo, parece a saber qué respiración trágica de la muerte. La abadesa, una larva, las santifica y las aterroriza. Ahí está, montaraz, lo inmaculado. Así son los antiguos monasterios de España. Guaridas de la devoción terrible; antros de vírgenes; lugares feroces.