Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro tercero

Queda cumplida la promesa hecha a la muerta

Cap VI : Algo que quizá demuestre la inteligencia de Boulatruelle.

En la tarde de aquel mismo día de Nochebuena, un hombre anduvo paseando bastante rato por la parte menos concurrida del bulevar de L’Hôpital de París. Aquel hombre tenía aspecto de andar buscando alojamiento y parecía fijarse de preferencia en las casas más modestas de esas lindes destartaladas del arrabal de Saint-Marceau.

Veremos más adelante que, efectivamente, aquel hombre había alquilado una habitación en ese barrio aislado.

El hombre, tanto en la indumentaria cuanto en el aspecto personal, se ajustaba al tipo de eso que podría llamarse el mendigo de confianza: la miseria extremada unida a la más escrupulosa pulcritud. Se trata de una mezcla bastante infrecuente que inspira a las personas inteligentes ese doble respeto que sentimos por quien es muy pobre y por quien es muy digno. Llevaba un sombrero de media copa, viejísimo y cepilladísimo; una levita tazada de grueso paño de tono ocre, color que no resultaba raro por entonces; un chaleco holgado y con bolsillos de corte anticuado; un calzón negro que se había vuelto gris en las rodillas; medias de lana negra y zapatones con hebillas de cobre. Hubiérase dicho un antiguo preceptor de buena familia regresado de la emigración. Por el pelo, blanco del todo, por la frente arrugada, por los labios lívidos, por el rostro del que no trascendía sino agobio y cansancio de la vida, se le habrían podido echar mucho más de sesenta años. Por el paso firme, aunque despacioso, por el vigor singular que impregnaba todos sus movimientos apenas se le habrían echado cincuenta. Las arrugas de la frente eran armoniosas, y a cualquiera que lo mirase atentamente le hablarían a su favor. Le contraía los labios una mueca curiosa, que parecía severa y era humilde. Tenía en lo hondo de los ojos a saber qué serenidad adusta. Llevaba en la mano izquierda un paquetito dentro de un pañuelo anudado; con la mano derecha se apoyaba en una especie de palo cortado de un seto. Estaba tallado aquel palo con cierto esmero y tenía bastante buen aspecto; se les había sacado partido a los nudos y con cera roja se había simulado una empuñadura de coral; era un garrote y parecía un bastón.

Pasa poca gente por ese bulevar, sobre todo en invierno. Aquel hombre parecía, aunque sin aspavientos, más bien evitarla que encontrarse con ella.

Por aquella época, el rey Luis XVIII iba casi a diario a Choisy-le-Roi. Era uno de sus paseos favoritos. A eso de las dos, de forma casi invariable, se veían pasar a galope tendido el coche y el real séquito por el bulevar de L’Hôpital.

A las mujeres pobres del barrio les hacía las veces de saboneta y de reloj de pared; decían: «Son las dos; ya se vuelve a Les Tuileries».

Y había quienes acudían y había quienes se apartaban; porque un rey que pasa es siempre un barullo. Por lo demás, la aparición y la desaparición de Luis XVIII siempre causaban cierta impresión en las calles de París. Eran veloces, pero majestuosas. A aquel rey tullido le gustaban los caballos al galope; como no podía andar, quería correr; a aquel baldado sin piernas le habría gustado que tirase de él el relámpago. Pasaba, pacífico y serio, entre sables desenvainados. La mole de su berlina, dorada de arriba abajo, con ramas de lirio muy grandes pintadas en los entrepaños, rodaba ruidosamente…