Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro quinto

Excelencia de la desdicha

Cap III : Marius se engrandece.

Por entonces Marius tenía veinte años. Hacía tres que se había ido de casa de su abuelo. Las relaciones seguían igual por ambas partes, sin intentos de reconciliación y sin intenciones de volver a verse. Por lo demás, verse ¿para qué? ¿Para enfrentarse? ¿Quién habría llevado las de ganar? Marius era el jarrón de bronce, pero Gillenormand era el jarro de hierro.

Hay que decirlo: Marius estaba engañado en cuanto al corazón de su abuelo. Se había figurado que el señor Gillenormand no lo había querido nunca y que aquel hombre tajante, duro y risueño, que juraba, gritaba, tronaba y blandía el bastón no sentía por él, en el mejor de los casos, sino ese afecto al tiempo superficial y adusto de los Gerontes de las comedias. Marius se equivocaba. Hay padres que no quieren a sus hijos; no existe abuelo que no adore a su nieto. En el fondo, ya lo hemos dicho, el señor Gillenormand idolatraba a Marius. Lo idolatraba a su manera, con acompañamiento de reprensiones e incluso de bofetadas; pero, cuando ya no estuvo el muchacho, notó un vacío negro en el corazón. Exigió que nadie se lo volviera a mentar al tiempo que lamentaba por lo bajo que lo obedecieran tan puntualmente. Al principio, tuvo la esperanza de que aquel buonapartista, aquel jacobino, aquel terrorista, aquel afecto a las matanzas de septiembre de 1792 volviera. Pero pasaron las semanas, pasaron los meses, pasaron los años; para mayor desesperación del señor Gillenormand, el bebedor de sangre no hizo acto de presencia. «Pero si es que no podía por menos de echarlo», se decía el abuelo. Y se preguntaba: «Si tuviera que hacerlo otra vez, ¿lo haría?». En el acto su orgullo contestaba que sí; pero la anciana cabeza, que movía en silencio, contestaba con tristeza que no. A ratos, estaba abatido. Echaba de menos a Marius. Los viejos necesitan el cariño tanto como el sol. Porque calienta. Por muy recio de carácter que fuera, la ausencia de Marius había cambiado algo en su carácter. Por nada en el mundo habría querido dar un paso para acercarse a ese «pillastre»; pero sufría. Nunca preguntaba por él, pero no se le iba de la cabeza. Vivía cada vez más retirado en el barrio de Le Marais. Seguía siendo, como antes, alegre y agresivo, pero había en aquella alegría algo convulso, como si llevase dentro dolor e ira; y sus arrebatos violentos concluían siempre con algo parecido a un desmoralizamiento manso y sombrío. A veces decía: «¡Ay, si volviera, menudo cachete le iba a dar!».

En cuanto a la tía, no pensaba lo suficiente para poder querer mucho; Marius no era ya para ella sino una especie de silueta negra y borrosa; y había acabado por pensar mucho menos en él que en el gato o el loro que es probable que tuviera.

Lo que hacía mayor el sufrimiento secreto de Gillenormand es que lo ocultaba por completo y no dejaba traslucir nada. Su pena era como esos hornos que han inventado hace poco, que arden sin humo. A veces algunos metomentodo inoportunos le hablaban de Marius y le preguntaban: «¿Qué es de su señor nieto? ¿Qué hace?». El anciano caballero respondía, suspirando si estaba muy triste o dándole una toba al vuelillo de la bocamanga si quería parecer alegre: «El señor barón Pontmercy anda de leguleyo por ahí».

Mientras el anciano añoraba, Marius se congratulaba. Como les pasa a todos los corazones buenos, la desgracia se había llevado la amargura. No se acordaba del señor Gillenormand sino con dulzura, pero tuvo empeño en no recibir nada más del hombre que se había portado mal con su padre.