Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro séptimo

Paréntesis

Cap III : A condición de qué podemos respetar el pasado.

El monacato, tal y como existió en España y tal como existe en el Tíbet, es para la civilización una especie de tisis. Detiene la vida en seco. Por decirlo sin rodeos, despuebla. Claustrar, castrar. Fue una plaga en Europa. Sumemos a eso la frecuencia con que se violentaron las conciencias, las vocaciones forzadas, el feudalismo asentándose en el claustro, la primogenitura desaguando en el monacato el sobrante de las familias, las ferocidades que acabamos de mencionar, los in-pace, las bocas cerradas, las mentes emparedadas, tantas inteligencias desventuradas encerradas en el calabozo de los votos perpetuos, la toma de hábito, el entierro en vida de las almas. Añádanse los suplicios individuales a las degradaciones nacionales y nadie podrá por menos de estremecerse ante la cogulla y el velo, esos dos sudarios que inventó el hombre.

No obstante, en algunos aspectos y en algunos lugares, pese a la filosofía, pese al progreso, el espíritu monástico persiste en pleno siglo XIX y un extraño recrudecimiento del ascetismo asombra en este momento al mundo civilizado. El empecinamiento de las instituciones anticuadas por perpetuarse se parece a la obstinación del perfume rancio que reivindicase un derecho a que nos lo pongamos en el pelo, a la pretensión del pescado podrido que querría que nos lo comiéramos, a la persecución de un traje de niño que querría vestir al hombre y al tierno afecto de unos cadáveres que volvieran para besar a los vivos.

«¡Ingratos! —dice el traje—. Os protegí el cuerpo cuando hacía mal tiempo. ¿Por qué no me queréis ya?» «Vengo de alta mar», dice el pescado. «Fui una rosa», dice el perfume. «Os quise», dice el cadáver. «Os civilicé», dice el convento.

Sólo hay una respuesta para todos ellos: Antaño.

Soñar con prolongar indefinidamente, embalsamándolos, las cosas difuntas y el gobierno de los hombres, restaurar los dogmas en mal estado, volver a dorar las urnas, volver a enjalbegar los claustros, volver a bendecir los relicarios, actualizar las supersticiones, volver a abastecer los fanatismos, volver a poner mangos a los hisopos y empuñaduras a los sables, reconstruir el monacato y el militarismo, creer que salvar la sociedad es aumentar el número de parásitos, imponerle el pasado al presente resulta muy extraño. Y hay, sin embargo, teóricos para defender esas teorías. Esos teóricos, que no son tontos, por lo demás, cuentan con un procedimiento muy sencillo: le aplican al pasado un enlucido que llaman orden social, derecho divino, moral, familia, respeto por los antepasados, autoridad de los antiguos, santa tradición, legitimidad, religión; y van pregonando: «Compren, compren, buenas gentes». Esa lógica ya se conocía en la Antigüedad. Los arúspices la usaban. Embadurnaban de greda una novilla negra y decían: Es blanca. Bos cretatus.

Nosotros respetamos algunas cosas y, sobre todo, indultamos al pasado con tal de que se avenga a estar muerto. Si quiere seguir vivo, lo atacamos e intentamos matarlo.

Supersticiones, beaterías, mojigaterías, prejuicios, todas esas larvas, por muy larvas que sean, son tenaces y se aferran a la vida; aunque envueltas en humo, tienen garras y dientes; y hay que luchar con ellas cuerpo a cuerpo y guerrear con ellas, y hacerlo sin tregua porque una de las fatalidades de la humanidad es que estamos condenados a pelear eternamente con fantasmas.