Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro tercero
La casa de la calle de Plumet
Cap I : La casa del pasadizo secreto.
A mediados del siglo pasado, un presidente de birreta del Parlamento de París, que tenía una amante y lo ocultaba, pues por entonces los grandes señores exhibían a sus amantes y los burgueses las ocultaban, mandó construir «un hotelito» en el barrio de Saint-Germain, en la calle de Blomet, que nadie frecuentaba y se llama ahora calle de Plumet, no lejos del lugar que llamaban a la sazón Pelea de animales.
Se componía esa casa de un pabellón con un solo piso; dos salas en la planta baja, dos dormitorios en el primero; abajo, una cocina; arriba, un gabinete; bajo el tejado, un desván; y todo ello lo precedía un jardín con una gran verja que daba a la calle. Era un jardín de unos trescientos pies cuadrados. Y esto era cuanto podían vislumbrar los transeúntes; pero, en la parte trasera del pabellón, había un patio estrecho y, al fondo de ese patio, una vivienda de planta baja con dos habitaciones y un sótano, algo así como una previsión por si hubiera que ocultar a un niño y a su ama. Esa vivienda daba por detrás, pasando por una puerta disimulada con cerradura secreta, a un corredor largo y estrecho, enlosado, sinuoso, al aire libre, que transcurría entre dos tapias altas y que, oculto con arte prodigiosa y como perdido entre las cercas de los jardines y los campos cultivados, a cuyos recovecos y rodeos se amoldaba, llegaba hasta otra puerta, también con cerradura secreta, que se abría a medio cuarto de legua de allí, casi en otro barrio, al final de la calle de Babylone, por donde no pasaba nadie.
El señor presidente entraba por allí, de forma tal que incluso quienes lo estuvieran espiando y siguiendo y hubieran notado que el señor presidente iba a diario y de forma misteriosa a alguna parte no habrían podido sospechar que ir a la calle de Babylone era ir a la calle de Blomet. Merced a hábiles adquisiciones de terrenos, el ingenioso magistrado pudo llevar a cabo esas obras viarias en terrenos de su propiedad y, por consiguiente, sin control alguno. Más adelante, volvió a vender, en parcelas pequeñas para jardines y cultivos, esos terrenos que orillaban el corredor, y los propietarios de esas parcelas creían, a ambos lados de las tapias, que estaban viendo un muro divisorio y no sospechaban siquiera la existencia de esa prolongada cinta de baldosas que serpenteaba entre ambas tapias por entre sus platabandas y sus huertos de frutales. Sólo los pájaros veían esa curiosidad. Es probable que las currucas y los paros cotorreasen mucho el siglo pasado a cuento del señor presidente.
El pabellón, edificado en piedra y al estilo de Mansard, con paredes forradas de madera y muebles al estilo de Watteau, rococó por dentro y de peluca por fuera, tras el triple muro de unos setos de flores, tenía un toque discreto, coqueto y solemne, como corresponde a un capricho del amor y la magistratura.
Esa casa y ese corredor ya no existen en la actualidad, pero existían aún hace unos quince años. En 1793, un calderero compró la casa para derribarla, pero, como no le llegó el dinero, la nación lo declaró en quiebra. De forma tal que fue la casa la que derribó al calderero. A partir de entonces, no vivió nadie en la casa, que fue convirtiéndose despacio en unas ruinas, como toda morada a la que no presta vida la presencia del hombre. Conservó los muebles antiguos y siempre estuvo en venta o en alquiler, de lo que quedaban avisadas las diez o doce personas que pasan al cabo del año por la calle de Plumet mediante un cartel amarillo e ilegible colgado en la verja del jardín desde 1810.