Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro cuarto

El caserón Gorbeau

Cap I : El procurador Gorbeau.

Hace cuarenta años, el paseante solitario que se aventuraba por ese barrio remoto de La Salpêtrière y subía por el bulevar hasta el portillo de Italie llegaba a sitios donde habría podido decirse que París desaparecía. No era un lugar solitario, porque pasaba gente; no era el campo, porque había casas y calles; no era una ciudad, porque en las calles había rodadas y baches como en los caminos reales y crecía la hierba; no era un pueblo porque las casas tenían demasiados pisos. ¿Qué era? Era un lugar habitado donde no había nadie; era un lugar desierto donde había alguien; era un bulevar de la gran ciudad, una calle de París, más hosca por la noche que un bosque, más taciturna de día que un cementerio.

Era el barrio viejo de Le Marché-aux-Chevaux.

Si dicho paseante se arriesgaba a ir más allá de las cuatro paredes caducas de Le Marché-aux-Chevaux, si accedía incluso a dejar atrás la calle de Le Petit-Banquier, tras haber dejado a la derecha un jardincillo al resguardo de unas tapias altas, y luego un prado donde se alzaban unos almiares de cortezas de roble semejantes a chozas de castores gigantes, y luego un terreno tapiado repleto de vigas de madera y de muchos tocones, serrín y virutas, en lo alto de cuyos montones ladraba un perro grande, y luego una pared baja y ruinosa, con una puertecita negra y enlutada, cubierta de musgo que se cuajaba de flores en primavera, y luego, en la parte más desierta, un edificio espantoso y decrépito en el que se leía en letras grandes: PROIVIDO PEGAR CARTELES, aquel paseante aventurero llegaba a la esquina de la calle de Les Vignes-Saint-Marcel, que era una latitud poco conocida. Allí, cerca de una fábrica y entre las tapias de dos jardines, se veía en aquellos tiempos una casa que, a primera vista, parecía tan pequeña como una choza y, en realidad, era tan grande como una catedral. Desde la vía pública sólo se la podía ver de lado, por la parte del gablete; de ahí aquella exigüidad aparente. Casi toda la casa estaba oculta. Sólo estaban a la vista la puerta y una ventana.

Aquel caserón era de un solo piso.

Al examinarlo, el primer detalle que llamaba la atención era que aquella puerta no había podido ser nunca sino la puerta de un tabuco, mientras que aquella ventana, si se hubiera abierto en un muro de piedra de talla y no en mampuesto, podría haber sido la ventana de un palacete.

La puerta era sólo una unión de tablones carcomidos que juntaban groseramente unas traviesas que parecían leños mal desbastados. Daba directamente a unas escaleras muy empinadas de peldaños altos, llenos de barro, de yeso y de polvo, tan anchos como la puerta, y, desde la calle, se los veía subir como una escala y desaparecer entre la sombra de las dos paredes. La parte de arriba de la extraña abertura que tapaba esa puerta la cubría un chilla estrecha en cuyo centro habían serrado un ventano triangular, que, cuando la puerta estaba cerrada, era al tiempo tragaluz y montante. Por la parte de dentro de la puerta, un pincel mojado en tinta había trazado de dos puñetazos el número 52; y, encima de la chilla, ese mismo pincel había garabateado el número 50; de forma tal que entraba la duda. ¿Dónde estamos? En la parte de arriba de la puerta pone que es el número 50; la parte interior replica: no, es el 52. Unos indefinibles trapos de color polvo colgaban a modo de repostero en el tragaluz triangular.

La ventana era amplia, bastante alta, provista de celosías y de hojas con cristales grandes; aunque esos cristales tenían heridas varias, que ocultaba y revelaba a un tiempo un ingenioso vendaje de papel; y las celosías, dislocadas y despegadas…