Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro séptimo

El caso Champmathieu

Cap XI : Champmathieu cada vez más asombrado.

Efectivamente era él. La lámpara del secretario le iluminaba el rostro. Tenía el sombrero en la mano y ningún desorden en la ropa; llevaba la levita primorosamente abrochada. Estaba muy pálido y temblaba un poco. Tenía ahora el pelo, gris aún al llegar a Arras, blanco del todo. Había encanecido en la hora que llevaba allí.

Todas las cabezas se enderezaron. La sensación fue indescriptible. Hubo en el auditorio un breve titubeo. La voz había sido tan dolorosa y el hombre que estaba allí parecía tan sereno que, de entrada, nadie entendió nada. Todo el mundo se preguntaba quién había gritado. No podía nadie creer que fuera aquel hombre tan tranquilo quien había soltado ese grito aterrador.

Aquella indecisión sólo duró unos segundos. Antes incluso de que el presidente y el fiscal hubiesen podido decir palabra, antes de que los gendarmes y los ujieres hubieran podido hacer un gesto, el hombre a quien todos llamaban aún en aquel momento señor Madeleine se había acercado a los testigos Cochepaille, Brevet y Chenildieu.

—¿No me reconocéis? —preguntó.

Los tres se quedaron desconcertados e indicaron moviendo la cabeza que no lo conocían. Cochepaille, intimidado, hizo un saludo militar. El señor Madeleine se volvió hacia los miembros del jurado y hacia el tribunal y dijo con voz suave:

—Señores del jurado, pidan que pongan en libertad al acusado. Señor presidente, mande que me detengan. El hombre que buscan no es él, soy yo. Soy Jean Valjean.

Ni una boca respiraba. Tras la primera conmoción de asombro vino un silencio sepulcral. Se notaba en la sala esa especie de terror religioso que se adueña de la muchedumbre cuando sucede algo grande.

No obstante, el rostro del presidente mostraba simpatía y tristeza; cruzó una seña rápida con el fiscal y unas cuantas palabras en voz baja con los consejeros asesores. Dirigiéndose al público, preguntó con una entonación que todos entendieron:

—¿Hay un médico en la sala?

El fiscal tomó la palabra:

—Señores del jurado, este incidente tan extraño e inesperado que interfiere en la audiencia no nos inspira, como también les sucederá a ustedes, sino un sentimiento que no necesitamos expresar. Todos conocen, al menos de reputación, al honorable señor Madeleine, alcalde de Montreuil-sur-Mer. Si hay un médico entre el auditorio, nos sumamos al señor presidente para rogarle que tenga a bien auxiliar al señor Madeleine y llevarlo a su domicilio.

El señor Madeleine no dejó que el fiscal general terminase de hablar. Lo interrumpió con una entonación rebosante de mansedumbre y de autoridad. Éstas son las palabras que pronunció, tal y como las escribió después de la audiencia uno de los testigos de la escena, tal y como les retumban aún en los oídos a quienes las oyeron hace, en la actualidad, casi cuarenta años.

—Le estoy muy agradecido, señor fiscal, pero no estoy loco. Ya verá. Estaban ustedes a punto de cometer una gran equivocación, suelten a ese hombre; cumplo con un deber, yo soy ese desventurado condenado. Soy el único aquí que ve las cosas como son y les digo la verdad. Lo que estoy haciendo en este momento lo está mirando Dios, que está allá arriba, y con eso basta. Pueden detenerme, ya que estoy aquí. Y eso que lo hice todo lo mejor que supe. Me oculté con otro nombre; me hice rico, llegué a alcalde; quise volver a las filas de la gente honrada. Por lo visto, no es posible. En fin, hay muchas cosas que no puedo decir, no voy a contarles mi vida, ya se sabrá algún día. Robé al señor obispo, es cierto; robé a Petit-Gervais, es cierto.