Los Miserable

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro cuarto

El caserón Gorbeau

Cap II : Nido para búho y curruca.

Delante de ese caserón Gorbeau fue donde se detuvo Jean Valjean. Lo mismo que las aves esquivas, había escogido aquel lugar desierto para anidar.

Rebuscó en el chaleco y sacó una especie de llave maestra, abrió la puerta, entró, volvió a cerrarla luego y subió la escalera sin soltar a Cosette.

Al llegar al final de la escalera, se sacó del bolsillo otra llave con la que abrió otra puerta. La habitación en que entró y volvió a cerrar en el acto era algo así como un sotabanco bastante espacioso que amueblaban un colchón puesto en el suelo, una mesa y unas pocas sillas. En un rincón había una estufa encendida donde relucían unas brasas. El farol del bulevar iluminaba apenas aquella vivienda pobre. Al fondo había un gabinete con una cama de tijera. Jean Valjean llevó a la niña a esa cama y la dejó en ella sin que ésta se despertara.

Prendió el chisquero y encendió una vela de sebo; todo estaba ya preparado encima de la mesa; y, como había hecho la víspera, se puso a mirar a Cosette con ojos colmados de éxtasis en que la expresión de bondad y ternura llegaba casi al extravío. La niña, con esa confianza serena que sólo es propia de la fuerza extremada y de la debilidad extremada, se había quedado dormida sin saber con quién estaba y seguía durmiendo sin saber dónde estaba.

Jean Valjean se inclinó y le besó la mano a la niña.

Nueve meses antes había besado la mano de la madre que también acababa de dormirse.

Idéntico sentimiento doloroso, religioso, agudo, le llenaba el corazón.

Se arrodilló junto a la cama de Cosette.

Ya entrada la mañana, la niña seguía durmiendo. Un rayo pálido del sol de diciembre entraba por la ventana del sotabanco y paseaba por el techo largas hebras de sombra y de luz. De pronto, un carro de cantero que llevaba una carga pesada sonó en el caserón como un trueno y lo hizo estremecerse de arriba abajo.

—¡Sí, señora! —gritó Cosette, que se despertó sobresaltada—. ¡Ya voy, ya voy!

Y se tiró de la cama; el profundo sueño le cerraba aún a medias los párpados y alargaba los brazos hacia el rincón.

—¡Ay, Dios mío! ¿Y mi escoba? —dijo.

Abrió del todo los ojos y vio la cara sonriente de Jean Valjean.

—¡Anda, es verdad! —dijo la niña—. Buenos días, señor.

Los niños aceptan enseguida y con naturalidad la alegría y la felicidad, pues ellos son por naturaleza la felicidad y la alegría.

Cosette vio a Catherine a los pies de la cama y la cogió; y, mientras jugaba, le hacía mil preguntas a Jean Valjean: ¿dónde estaba?, ¿era muy grande París?, ¿estaba muy lejos la señora Thénardier?, ¿volvería con ella?, etc., etc. De repente, exclamó:

—¡Qué bonita es esta casa!

Era un cuchitril horroroso, pero se sentía libre.

—¿Tengo que barrer? —peguntó por fin.

—Juega —dijo Jean Valjean.

Y así transcurrió el día. Cosette, sin preocuparse por entender lo que pasaba, era indeciblemente feliz entre aquella muñeca y aquel hombre.