Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro tercero

Queda cumplida la promesa hecha a la muerta

Cap XI : Vuelve a aparecer el número 9.430 y a Cosette le toca con ese número la lotería.

Jean Valjean no había muerto.

Cuando cayó al mar, o, mejor dicho, cuando se tiró al mar, iba, como ya hemos dicho, sin grilletes. Nadó entre dos aguas hasta llegar debajo de un barco anclado al que estaba amarrado un bote. Se las apañó para esconderse en ese bote hasta que cayó la tarde. Cuando se hizo de noche, volvió a echarse al agua y llegó a nado hasta la costa, a poca distancia del cabo Brun. Allí, como no era de dinero de lo que carecía, pudo conseguir ropa. Un merendero de las inmediaciones de Balaguier era por entonces el guardarropa de los presidiarios evadidos, especialidad muy lucrativa. Luego, Jean Valjean, como todos esos desdichados fugitivos que intentan no dar pistas al acecho de la ley y la fatalidad social, fue siguiendo un itinerario oscuro y ondulante. Dio con un primer refugio en Les Pradeaux, cerca de Beausset. Se encaminó luego hacia Le Grand-Villard, cerca de Briançon, en Les Hautes-Alpes. Huida a tientas y desasosegada, camino de topo cuyas ramificaciones nadie sabe. Pudo, más adelante, hallarse alguna traza de su paso por la provincia de Ain, en la comarca de Civrieux; y en los Pirineos, en Accons, en un lugar llamado La Grange-de-Doumecq, cerca de la aldea de Chavailles; y en las inmediaciones de Périgueux, en Brunies, en el cantón de La Chapelle-Gonaguet. Llegó a París. Y acabamos de verlo en Montfermeil.

Lo primero que hizo al llegar a París fue comprar ropa de luto para una niña de entre siete y ocho años y, luego, hacerse con un sitio donde vivir. Después, fue a Montfermeil.

Recordaremos que ya durante su evasión anterior había hecho a aquellos alrededores un viaje misterioso del que algún eco había llegado a las autoridades.

Por lo demás, lo daban por muerto, con lo cual las sombras que lo rodeaban se habían vuelto aún más densas. En París, le cayó en las manos uno de los periódicos que daban constancia del suceso. Y eso lo tranquilizó, se notó casi en paz, como si se hubiera muerto de verdad.

La misma noche del día en que Jean Valjean sacó a Cosette de las garras de los Thénardier estaba entrando en París. Llegaba al caer la noche, con la niña, por el portillo de Monceaux. Allí tomó un cabriolé que lo llevó a la explanada del Observatorio. Bajó, pagó al cochero, cogió a Cosette de la mano y los dos, ya de noche cerrada, por las calles desiertas que caen cerca de L’Ourcine y de La Glacière, se encaminaron hacia el bulevar de L’Hôpital.

Había sido para Cosette un día raro y repleto de emociones; habían comido detrás de unos setos pan y queso comprados en figones aislados, habían cambiado de coche muchas veces, habían hecho a pie parte del camino; la niña no se quejaba, pero estaba cansada, y Jean Valjean lo notó porque cada vez le tiraba más de la mano al andar. Se la echó a la espalda; Cosette, sin soltar a Catherine, le apoyó la cabeza en el hombro a Jean Valjean y se quedó dormida.