Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro tercero

Queda cumplida la promesa hecha a la muerta

Cap V : Pobre niña solita.

Como la posada de los Thénardier estaba en esa parte del pueblo que cae junto a la iglesia, al manantial que estaba en el bosque, de camino a Chelles, era donde tenía que ir Cosette a coger agua.

No miró ni un puesto más. Mientras estuvo en la callejuela de Le Boulanger y en las inmediaciones de la iglesia, los comercios encendidos iluminaban el camino, pero no tardó en desaparecer la luz del último tenderete. La pobre niña se vio a oscuras. Se hundió en esa oscuridad. Pero, como se iba sintiendo cada vez más impresionada, según andaba movía cuanto podía el asa del cubo. Hacía un ruido que la acompañaba.

Cuanto más avanzaba, más densas se volvían las tinieblas. Ya no había nadie por las calles. No obstante, se cruzó con una mujer que se volvió al verla pasar y se quedó quieta mascullando: «Pero ¿adónde irá esta niña? ¿Será una niña lobisona?». Luego, la mujer reconoció a Cosette y dijo: «¡Anda! ¡Si es la Alondra!».

Cosette cruzó así por aquel laberinto de calles tortuosas y desiertas por las que se sale del pueblo de Montfermeil camino de Chelles. Mientras hubo casas, o incluso sólo tapias, a ambos lados del camino fue andando con bastante determinación. De vez en cuando, veía el resplandor de una vela a través de la rendija de un postigo: era luz y era vida, había gente por allí cerca y eso la tranquilizaba. Pero, según avanzaba, iba andando más despacio sin hacerlo aposta. Cuando hubo dejado atrás la esquina de la última casa, Cosette se detuvo. Ir más allá del último comercio había sido difícil; ir más allá de la última casa era imposible. Dejó el cubo en el suelo, se hundió la mano en el pelo y empezó a rascarse la cabeza despacio, un gesto que hacen los niños aterrados e indecisos. Aquello no era ya Montfermeil, era el campo. Tenía delante una extensión negra y desierta. Miró con desesperación aquella oscuridad donde ya no había nadie, donde había animales, donde a lo mejor había fantasmas. Miró bien y oyó a los animales andar por la hierba y vio claramente a los fantasmas que se movían en los árboles. Entonces volvió a agarrar el cubo; el miedo la volvía atrevida. Se dijo: «¡Bah! ¡Le diré que no quedaba agua!». Y volvió a entrar muy decidida en Montfermeil.

No había dado cien pasos cuando volvió a pararse y a rascarse la cabeza. Quien se le aparecía ahora era la Thénardier; la Thénardier, repulsiva con aquella boca de hiena y la ira ardiéndole en los ojos. La niña lanzó una ojeada lastimera hacia adelante y hacia atrás. ¿Qué hacer? ¿Qué iba a ser de ella? ¿Dónde ir? Por delante, el espectro de la Thénardier; por detrás, todos los fantasmas de la noche y del bosque. Fue ante la Thénardier ante quien retrocedió. Volvió a tomar el camino de la fuente y echó a correr. Salió del pueblo corriendo, se metió en el bosque corriendo, sin mirar nada, sin escuchar nada. No dejó de correr hasta que se quedó sin aliento; pero no dejó de andar. Iba de frente, descompuesta.

Mientras corría tenía ganar de llorar.

El temblor nocturno del bosque la rodeaba por completo. Ya no pensaba, ya no veía. La noche inmensa enfrentada a aquel ser tan pequeño. De un lado, toda la sombra; del otro, un átomo.

Sólo había siete u ocho minutos desde la linde del bosque hasta el manantial. Cosette se sabía el camino porque lo había hecho más de una vez de día. Cosa rara, no se perdió. Un resto de instinto la guiaba más o menos. Pero no miraba ni a derecha ni a izquierda por temor a ver cosas en las ramas y en los matorrales. Así llegó al manantial.