Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro tercero

Queda cumplida la promesa hecha a la muerta

Cap IV : Entra en escena una muñeca.

Recordemos que la fila de tenderetes al aire libre que empezaba en la iglesia llegaba hasta la posada. Como los vecinos acomodados pasarían dentro de un rato para ir a misa del gallo, esos comercios estaban muy iluminados con velas que ardían dentro de unos embudos de papel, lo que, como decía el maestro de escuela de Montfermeil, que estaba en aquellos momentos sentado en el figón de los Thénardier, era de un «efecto mágico». En cambio, en el cielo no se veía ni una estrella.

El último tenderete, que estaba precisamente delante de la puerta de los Thénardier, era un comercio de juguetes y baratijas, que resplandecía todo él de oropeles, abalorios y objetos espléndidos de hojalata. En primera fila, y muy a la vista, el vendedor había colocado, sobre un fondo de servilletas blancas, una muñeca grandísima, de casi dos pies, que llevaba un vestido de crespón rosa y espigas de oro en la cabeza y tenía pelo de verdad y ojos de esmalte. Aquella maravilla llevaba todo el día expuesta al pasmo de los transeúntes de menos de diez años sin que hubiera aparecido en Montfermeil una madre con dinero bastante o suficiente prodigalidad para regalársela a su hija. Éponine y Azelma se habían pasado horas contemplándola y la propia Cosette, también es cierto que a hurtadillas, se había atrevido a mirarla.

En el momento en que salió Cosette con el cubo en la mano, por muy apagada y agobiada que estuviera, no pudo impedir alzar la vista hacia aquella muñeca prodigiosa, hacia la señora, como la llamaba. La pobre niña se detuvo petrificada, Aún no había visto la muñeca de cerca. Toda la caseta parecía un palacio; aquella muñeca no era una muñeca, era una visión. Era la alegría, el esplendor, la riqueza, la felicidad que se le aparecían entre algo parecido a un resplandor quimérico a aquella pobre criaturita tan profundamente hundida en una miseria fúnebre y fría. Cosette calibraba con esa sagacidad candorosa y triste de la infancia el abismo que la separaba de aquella muñeca. Se decía que había que ser reina o, al menos, princesa para tener «una cosa» así. Miraba fijamente el precioso vestido rosa, el precioso pelo liso, y pensaba: «¡Qué feliz debe de ser esa muñeca!». No podía apartar los ojos de aquel comercio fantástico. Cuanto más lo miraba, más deslumbrada estaba. Le parecía que estaba viendo el paraíso. Había otras muñecas detrás de la muñeca grande que le parecían hadas y genios. Le daba la impresión de que el comerciante, que andaba de acá para allá al fondo de su caseta, era, en cierto modo, Dios Padre.

Sumida en esa adoración se olvidaba de todo, incluso del recado que tenía que hacer. De repente, la voz ruda de la Thénardier la devolvió a la realidad: «¡Cómo, pánfila! ¿Todavía no te has ido? ¡Espera que voy para allá! ¿Qué demonios estará haciendo ahí? ¡So bicho raro!».

La Thénardier había echado una ojeada a la calle y había visto a Cosette en pleno éxtasis.

Cosette salió corriendo con el cubo, dando las zancadas mayores que podía.