Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro séptimo

El caso Champmathieu

Cap III : Una tempestad en una cabeza.

El lector ha adivinado sin duda que el señor Madeleine no es otro que Jean Valjean.

Ya escudriñamos antes las honduras de esa conciencia; ha llegado el momento de volver a escudriñarlas. No lo hacemos sin que nos emocione y nos estremezca. No hay nada más terrible que esa especie de contemplación. Los ojos de la mente no pueden hallar en parte alguna ni resplandores más cegadores ni tinieblas mayores de las que halla en el hombre; no pueden quedarse clavados en cosa alguna que resulte más temible, más complicada, más misteriosa y mas infinita. Hay un espectáculo mayor que el mar, y es el cielo; hay un espectáculo mayor que el cielo, y es el alma por dentro.

Escribir el poema de la conciencia humana, aunque no fuera sino en lo referido a un único hombre y aunque no fuera éste más que el más ínfimo de los hombres, sería fundir todas las epopeyas en una epopeya superior y definitiva. La conciencia es el caos de las quimeras, de las ansias y de los intentos, el horno de los sueños, el antro de las ideas de las que nos avergonzamos; es el pandemónium de los sofismas, es el campo de batalla de las pasiones. Penetrad en algunos momentos, a través del rostro lívido de un ser humano que piensa, y mirad lo que hay detrás, mirad en esa alma, mirad en esa oscuridad. Hay ahí, bajo el silencio externo, combates de gigantes igual que en Homero, refriegas de dragones y de hidras y bandadas de fantasmas como en Milton, espirales visionarias como en Dante. ¡Es sombrío ese infinito que todo hombre lleva en sí y al que enfrenta con desesperación las voluntades del cerebro y los hechos de la vida!

Alighieri se topó un día con una puerta lóbrega ante la que titubeó. Y ahora nos hemos topado con una también nosotros, en cuyo umbral titubeamos. Entremos no obstante.

Poco podemos añadir a lo que el lector ya sabe en lo tocante a lo que le había sucedido a Jean Valjean desde la aventura con Petit-Gervais. Como ya hemos visto, a partir de ese momento fue otro hombre. Lo que había querido hacer el obispo, lo ejecutó él. Fue más que una transformación, fue una transfiguración.

Consiguió esfumarse, vendió los cubiertos de plata del obispo, no quedándose más que con los candeleros, como recuerdo, fue escurriéndose de ciudad en ciudad, cruzó Francia, llegó a Montreuil-sur-Mer, se le ocurrió la idea que ya hemos referido, llevó a cabo lo que hemos contado, consiguió volverse inaprensible e inaccesible y, a partir de ese momento, afincado en Montreuil-sur-Mer, dichoso por sentir que su pasado le entristecía la conciencia y que la última parte de su vida negaba la primera, vivió sereno, tranquilizado y esperanzado, sin pensar ya más que en dos cosas: ocultar su nombre y santificar su vida; escapar de los hombres y volver a Dios.

Esos dos pensamientos iban tan unidos en su mente que sólo eran uno; ambos eran igual de absorbentes e imperiosos y regían sus mínimos actos. Solían estar de acuerdo para ordenar la forma de conducir su vida; lo orientaban hacia la sombra; hacían que fuera bondadoso y sencillo; le aconsejaban las mismas cosas. A veces, no obstante, entraban en conflicto. En semejante circunstancia, hemos de recordarlo, el hombre a quien toda la comarca de Montreuil-sur-Mer llamaba señor Madeleine no dudaba en sacrificar el disimulo del nombre a la santificación de la vida, la seguridad a la virtud. Así, pese a toda reserva y toda prudencia, se había quedado con los candeleros del obispo, se había puesto de luto al morir éste, llamaba y hacía preguntas a todos los niños deshollinadores que pasaban, había pedido informes de las familias de Faverolles y le había salvado la vida al anciano Fauchelevent …