Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro quinto

Cuyo final no tiene nada que ver con el principio

Cap VI : Los viejos están para salir de casa oportunamente.

Al caer la tarde, Jean Valjean salió y Cosette se arregló. Se hizo el peinado que le sentaba mejor y se puso un vestido cuyo escote tenía un tijeretazo de más; y, como por esa abertura se le veía el nacimiento del cuello, era, como dicen las jóvenes, «algo indecente». No era nada indecente, pero quedaba más bonito así. Se arregló tanto sin saber por qué.

¿Quería salir? No.

¿Estaba esperando visita? No.

Cuando se estaba haciendo de noche, bajó al jardín. Toussaint andaba a lo suyo en la cocina, que daba al patio trasero.

Empezó a pasear bajo las ramas, apartándolas de vez en cuando con la mano porque algunas eran muy bajas.

Y así llegó al banco.

La piedra se había quedado encima.

Cosette se sentó y apoyó la mano blanca y suave en aquella piedra como si quisiera acariciarla y darle las gracias.

De repente, notó esa impresión indecible que notamos, incluso sin verlo, cuando alguien está de pie a espaldas nuestras.

Volvió la cabeza y se puso de pie.

Era él.

Iba con la cabeza al aire. Parecía pálido y más delgado. Apenas se veía la ropa negra que llevaba. El crepúsculo prestaba lividez a esa hermosa frente y le llenaba al joven los ojos de tinieblas. Había en él, bajo un velo de dulzura incomparable, algo que tenía que ver con la muerte y la noche. Le alumbraba el rostro la claridad del día moribundo y el pensamiento de un alma que se ausenta.

Era como si aún no fuese el fantasma y no fuese ya el hombre.

El sombrero estaba tirado a pocos pasos, entre la maleza.

Cosette, a punto de desfallecer, no soltó ni un grito. Retrocedía despacio, porque notaba una fuerza que la atraía hacia él. Y él no se movía. No le veía los ojos, pero notó que la miraba porque la envolvía algo inefable y triste.

Cosette, al retroceder, se topó con un árbol y apoyó en él la espalda. Sin ese árbol, se habría caído al suelo.

Le oyó entonces la voz, esa voz que nunca había oído bien en realidad, que se alzaba apenas por encima de la vibración de las hojas y que susurraba:

—Perdóneme, aquí estoy. Tengo el corazón a rebosar, no podía vivir como estaba; he venido. ¿Leyó lo que dejé en este banco? ¿Me reconoce más o menos? No tenga miedo de mí. ¿Se acuerda del día en que me miró hace ya tanto tiempo? Era en Le Luxembourg, cerca del gladiador. ¿Y del día en que pasó delante de mí? Fueron el 16 de junio y el 2 de julio. Va a hacer un año. Hace mucho que dejé de verla. Pregunté a la cobradora del alquiler de las sillas y me dijo que ya no la veía. Vivía usted en la calle de L’Ouest, en el tercero, en un piso que daba a la calle, en una casa nueva, ya ve que estoy al tanto. Yo la seguía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y, luego, desapareció.