Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro tercero

El barro, piero el alma

Cap XII : El abuelo.

Basque y el portero habían trasladado al salón a Marius, que seguía tendido y sin moverse en el sofá donde lo habían dejado al llegar. Había acudido el médico, a quien habían ido a buscar. La señorita Gillenormand se había levantado.

La señorita Gillenormand iba y venía, espantada, juntando las manos e incapaz de hacer nada que no fuera decir: «Señor, ¿será posible?». Y añadía de vez en cuando: «¡Se va a poner todo perdido de sangre!». Cuando se le pasó el primer susto, le afloró a la mente cierta filosofía de la situación cuya manifestación fue la exclamación siguiente: «¡Tenía que acabar así la cosa!». No llegó a decir ese ¡Si ya lo sabía yo! que es de rigor en las situaciones de este tipo.

Por orden del médico, se dispuso una cama de tijera junto al sofá. El médico reconoció a Marius y, tras comprobar que tenía pulso, que el herido no tenía en el pecho ninguna herida penetrante y que la sangre de la comisura de los labios venía de las fosas nasales, mandó que lo tendieran en la cama sin almohada, con la cabeza al mismo nivel que el cuerpo e incluso más baja y el pecho al aire para facilitar la respiración. La señorita Gillenormand, al ver que desnudaban a Marius, se retiró. Se fue a su cuarto a rezar el rosario.

No había en el torso ninguna lesión interior; una bala, cuyo impacto había amortiguado el portafolio, se había desviado y trazado alrededor de las costillas un desgarrón repulsivo, pero superficial y, por consiguiente, sin peligro. La larga caminata subterránea había acabado de dislocarle la clavícula y había por esa zona muchos desórdenes. En los brazos tenía heridas de sable. Ninguna cuchillada le desfiguraba el rostro; sin embargo, tenía la cabeza llena de cortes. ¿Qué pasaba con esas heridas de la cabeza? ¿Iban más allá del cuero cabelludo? ¿Afectaban al hueso? Aún no era posible decirlo. Un síntoma grave era que le habían hecho perder el sentido, y no siempre se despierta uno de desvanecimientos así. La hemorragia, además, había dejado agotado al herido. De cintura para abajo, la barricada había protegido esa parte del cuerpo.

Basque y Nicolette estaban haciendo tiras la ropa blanca y preparando vendas; Nicolette las cosía, Basque las enrollaba. Como no había hilas, el médico contuvo la sangre de las heridas de forma provisional con pellas de algodón. Junto a la cama, ardían tres velas encima de una mesa donde estaba abierto el maletín de cirujano. El medico le lavó la cara y el pelo a Marius con agua fría. Un cubo lleno se volvió rojo en un momento. El portero alumbraba, con la vela en la mano.

El médico parecía estar meditando melancólicamente. De vez en cuando negaba con la cabeza, como si contestase a alguna pregunta que se hacía en su fuero interno. Mala señal para el enfermo esos diálogos misteriosos del médico consigo mismo.

Cuando estaba el médico secando la cara y tocando levemente con el dedo los párpados, que seguían cerrados, se abrió una puerta al fondo del salón y apareció una cara alargada y pálida.

Era el abuelo.

Los disturbios habían tenido los dos últimos días muy inquieto, indignado y preocupado al señor Gillenormand. No había podido dormir la noche anterior y había estado con fiebre todo el día. Por la noche, se había acostado muy temprano, recomendando que cerrasen todo en la casa a cal y canto, y el cansancio lo había amodorrado.