Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro Segundo

La caída

Cap III : Por la noche tras un día de caminata.

Se abrió la puerta.

Se abrió deprisa, de par en par, como si alguien la empujase de forma enérgica y resuelta.

Entró un hombre.

Ya conocemos a ese hombre. Es el viajero que vimos antes vagar de un lado a otro buscando cobijo.

Entró, dio un paso y se detuvo, dejando la puerta abierta a su espalda. Llevaba el macuto al hombro, el bastón en la mano y una expresión ruda, atrevida, cansada y violenta en los ojos. El fuego de la chimenea lo iluminaba. Era repulsivo. Era una aparición siniestra.

La señora Magloire no tuvo ni fuerzas para gritar. Dio un respingo y se quedó con la boca abierta.

La señorita Baptistine se volvió, vio al hombre que entraba y, del susto, se incorporó a medias; luego, volviendo poco a poco otra vez la cabeza hacia la chimenea, empezó a mirar a su hermano y otra vez tuvo en el rostro una expresión sosegada y serena.

El obispo tenía clavada en el hombre una mirada tranquila.

Cuando estaba abriendo la boca para preguntarle al recién llegado qué deseaba, el hombre apoyó las dos manos a un tiempo en el bastón, paseó los ojos, por turnos, por el anciano y por las mujeres y, sin esperar a que hablase el obispo, dijo con voz fuerte:

—Esto es lo que hay. Me llamo Jean Valjean. Soy un presidiario. He pasado diecinueve años en presidio. Me soltaron hace cuatro días y voy de camino para Pontarlier, que es mi punto de destino. Llevo cuatro días andando desde Tolón. Hoy he hecho doce leguas a pie. Esta noche, al llegar a esta comarca, fui a una posada de donde me echaron porque había enseñado el pasaporte amarillo en el ayuntamiento. No me quedaba más remedio. Fui a otra posada. Me dijeron: «¡Vete!». Fui de casa en casa. Nadie me quiso. Fui a la cárcel y el portero no me abrió. Me metí en la caseta de un perro. El perro me mordió y me echó, igual que si fuera un hombre. Me fui al campo, a dormir al raso. El cielo no estaba raso. Pensé que iba a llover y que no había un Dios que impidiese que lloviera y me volví a la ciudad para buscar el hueco de una puerta. Ahí, en la plaza, iba a dormir encima de una piedra; una buena mujer me indicó su casa y me dijo: llama ahí. He llamado. ¿Dónde estoy? ¿Es una posada? Llevo dinero, la masita. Ciento nueve francos con setenta y cinco céntimos que me gané en presidio con mi trabajo de diecinueve años. Pagaré. No me importa. Tengo dinero. Estoy muy cansado, doce leguas a pie, tengo mucha hambre. ¿Me deja que me quede?

—Señora Magloire —dijo el obispo—, ponga otro cubierto.

El hombre dio tres pasos y se acercó a la lámpara que estaba encima de la mesa:

—Mire —siguió diciendo, como si no hubiese entendido bien—, no es eso. ¿Me ha oído? Soy un presidiario. Un forzado. Vengo de presidio —se sacó del bolsillo una hoja grande de papel amarillo y la desdobló—. Aquí tiene mi pasaporte. Amarillo, ya lo ve. Sirve para que me echen de todos los sitios adonde voy. ¿Quiere leerlo? Yo sé leer. Aprendí en presidio. Hay una escuela para los que quieran. Mire, esto han puesto en el pasaporte: «Jean Valjean, presidiario con la pena cumplida, nacido en…», eso a usted le da lo mismo… «ha estado diecinueve años en presidio. Cinco años por robo con fractura. Catorce años por haber intentado escaparse cuatro veces. Es un hombre muy peligroso». Ahí lo tiene. Todo el mundo me ha echado. ¿Usted quiere aceptarme? ¿Esto es una posada? ¿Quiere darme de comer y un sitio para dormir? ¿Tiene una cuadra?

—Señora Magloire —dijo el obispo—, ponga sábanas blancas en la cama de la alcoba.