Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Primera Parte: Fantine
Libro Segundo
La caída
Cap II : La prudencia que debe tener la sensatez.
Esa noche, el señor obispo de Digne se había quedado bastante rato metido en su cuarto después del habitual paseo por la ciudad. Estaba escribiendo un voluminoso trabajo acerca de los Deberes, que, por desgracia, dejó sin concluir. Estaba entresacando todo cuanto dijeron los Padres y los Doctores acerca de este tema transcendente. Su libro se dividía en dos partes; primero, los deberes de todos; y, luego, los deberes de cada cual, según la categoría a la que pertenecieran. Los deberes de todos son los deberes grandes. Existen cuatro. San Mateo los enumera: deberes para con Dios (Mat., VI); deberes para con uno mismo (Mat., V, 29, 30); deberes para con el prójimo (Mat., VII, 12); deberes para con las criaturas (Mat., VI, 20, 25). En cuanto a los demás deberes, el obispo los había hallado indicados y prescritos en otros lugares: para con los soberanos y los súbditos, en la Epístola a los romanos; para con los magistrados, las esposas, las madres y los jóvenes, en san Pedro; para con los maridos, los padres, los hijos y los sirvientes, en la Epístola a los efesios; para con los fieles, en la Epístola a los hebreos; para con las vírgenes, en la Epístola a los corintios. Realizaba laboriosamente con todas esas prescripciones un conjunto armonioso que quería brindar a las almas.
A las ocho, todavía estaba entregado al trabajo, escribiendo de forma bastante incómoda en unos trocitos cuadrados de papel y con un libro grueso abierto en las rodillas, cuando entró la señora Magloire, como solía, para coger los cubiertos de plata en la alacena que estaba junto a la cama. Un momento después, el obispo, al caer en la cuenta de que estaba la mesa puesta y de que su hermana quizá lo estaba esperando, cerró el libro, se levantó de su mesa y entró en el comedor.
El comedor era una habitación alargada, con chimenea, puerta a la calle (ya lo hemos dicho) y puerta al jardín.
La señora Magloire estaba acabando, efectivamente, de poner la mesa.
Mientras lo hacía, charlaba con la señorita Baptistine.
Había una lámpara encima de la mesa; la mesa estaba junto a la chimenea. Había un fuego bastante bueno.
Es fácil imaginar a ambas mujeres, ninguna de las dos cumplía ya los sesenta: la señora Magloire, baja, gruesa, vivaracha; la señorita Baptistine, dulce, delgada, frágil, algo más alta que su hermano, con un vestido de seda del color marrón rojizo que estaba de moda allá por 1806, que había comprado a la sazón en París y que todavía le duraba. Recurriendo a expresiones vulgares que tienen el mérito de decir en dos palabras una idea que una página bastaría apenas para expresar, la señora Magloire parecía de pueblo, y la señorita Baptistine, una señora. La señora Magloire llevaba un gorro blanco encañonado; al cuello, una cruz de oro con una cinta de terciopelo, la única alhaja femenina que había en la casa; una pañoleta muy blanca que le asomaba de un vestido de estameña negra con mangas anchas y cortas; un delantal de algodón de cuadros rojos y verdes, atado a la cintura con un lazo verde, y con peto a juego, sujeto con dos imperdibles; y calzaba zapatos gruesos y medias amarillas, como las mujeres de Marsella…