Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro quinto

Hacia abajo

Cap I : Historia de un progreso en los abalorios de cristal negro.

Pero, en tanto, esa madre que, según la gente de Montfermeil, había abandonado a su hija, ¿qué era de ella?, ¿qué estaba haciendo?

Tras dejarles a los Thénardier a su Cosette, siguió adelante y llegó a Montreuil-sur-Mer.

Recordemos que estábamos en 1818.

Fantine se había ido de su ciudad de provincias hacía alrededor de diez años. Montreuil-sur-Mer había cambiado de aspecto. Mientras Fantine iba hacia abajo, despacio, de miseria en miseria, su ciudad natal había prosperado.

Hacía más o menos dos años había ocurrido allí uno de esos sucesos industriales que son los grandes acontecimientos de las comarcas pequeñas.

Se trata de un detalle importante y nos parece que debemos tratarlo in extenso; e incluso destacarlo, diríamos.

Desde tiempos inmemoriales, la industria de Montreuil-sur-Mer era la imitación de los azabaches ingleses y de los abalorios de cristal negro de Alemania. Aquella industria había vegetado siempre por el elevado precio de las materias primas, que repercutía en la mano de obra. Cuando llegó Fantine a Montreuil-sur-Mer, había ocurrido una transformación inaudita en la referida producción de los «artículos negros». A finales de 1815, un hombre, un desconocido, se afincó en la ciudad; y se le ocurrió usar en esa fabricación goma laca en vez de resina y, para las pulseras en particular, eslabones de chapa ajustada en vez de eslabones de chapa soldada. Ese cambio tan insignificante fue toda una revolución.

Ese cambio tan insignificante, efectivamente, redujo extraordinariamente el precio de la materia prima, lo que permitió, en primer lugar, subirle el sueldo a la mano de obra, lo que benefició a la comarca; a continuación, mejorar la fabricación, lo que supuso una ventaja para el consumidor, y, en tercer lugar, vender más barato al tiempo que se triplicaban los beneficios, en provecho del industrial.

Una idea conseguía así tres resultados.

En menos de tres años, el autor de ese procedimiento se hizo rico, cosa que está bien, y enriqueció todo cuanto lo rodeaba, cosa que está aún mejor. Era forastero en la provincia. Nada se sabía de su origen; de sus comienzos, poca cosa.

Contaban que había llegado de la ciudad con muy poco dinero, unos pocos cientos de francos como mucho.

De ese magro capital, puesto al servicio de una idea ingeniosa y fecundado mediante el orden y la inteligencia, había conseguido su fortuna y la fortuna de toda la comarca.

Al llegar a Montreuil-sur-Mer sólo tenía lo puesto, y el aspecto y la forma de hablar de un obrero.

Al parecer, el mismo día que hizo su entrada sin mayor ostentación en la población modesta de Montreuil-sur-Mer, cayendo la tarde de un día de diciembre, con el petate a la espalda y el bastón de espino en la mano, acababa de declararse un incendio tremendo en la casa consistorial. Aquel hombre se había metido arrojadamente entre el fuego y había salvado, poniendo en peligro su propia vida, a dos niños que habían resultado ser hijos del capitán de los gendarmes, en vista de lo cual, a nadie se le ocurrió pedirle el pasaporte. Más adelante se supo cómo se llamaba. Se apellidaba Madeleine.