Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro quinto

Cuyo final no tiene nada que ver con el principio

Cap III : Incidentes corregidos y aumentados con los comentarios de Toussaint.

En el jardín, cerca de la verja que daba a la calle, había un banco de piedra que las plantas de un cenador amparaban de la mirada de los curiosos, pero al que, sin embargo, podía llegar en el mejor de los casos el brazo de un transeúnte a través de la verja y de las plantas.

Un atardecer de ese mismo mes de abril, Jean Valjean había salido y Cosette, después de ponerse el sol, se sentó en aquel banco. El viento refrescaba entre los árboles; Cosette estaba pensativa; la iba invadiendo poco a poco una tristeza sin causa, esa tristeza invencible que trae la caída de la tarde y que procede a lo mejor, ¿quién sabe? del misterio de la tumba que, a esa hora, se abre a medias.

Quizá en aquella sombra estaba Fantine.

Cosette se levantó, dio despacio la vuelta al jardín, pisando por la hierba cubierta de rocío, diciéndose en esa especie de estado melancólico de sonambulismo en que estaba sumida: «La verdad es que para estar en el jardín a esta hora habría que ponerse zuecos. Se acatarra una».

Volvió al banco.

Cuando iba a volver a sentarse, se fijó en que en el sitio del que se había levantado había una piedra bastante grande que, por descontado, no estaba hacía un rato.

Cosette miró aquella piedra, preguntándose qué quería decir aquello. De repente, la idea de que esa piedra no había llegado sola al banco, que alguien la había puesto allí, que un brazo había pasado por la verja, esa idea se le presentó y la asustó. Esta vez tuvo miedo de verdad; allí estaba la piedra. No cabía la menor duda; no la tocó, salió huyendo sin atreverse a mirar atrás, se refugió en la casa y cerró en el acto con contraventana, barra y cerrojo la puerta de cristales que daba a la escalera de la fachada. Le preguntó a Toussaint:

—¿Ha vuelto mi padre?

—Todavía no, señorita.

(Ya hemos dejado constancia de una vez por todas del tartamudeo de Toussaint. Permítasenos no volver a recalcarlo. Nos desagrada la transcripción musical de una invalidez.)

Jean Valjean, hombre ensimismado y amigo de los paseos nocturnos, no regresaba a veces sino bien entrada ya la noche.

—Toussaint —siguió diciendo Cosette—, cuide mucho de cerrar bien por la noche por lo menos las contraventanas que den al jardín, poniendo las barras, y de meter esas cositas de hierro en las anillitas que sirven para cerrar.

—¡Huy, quédese tranquila, señorita!

A Toussaint nunca se le olvidaba hacerlo y Cosette lo sabía perfectamente, pero no pudo por menos de añadir:

—¡Es que es tan despoblada esta zona!

—En eso tiene usted toda la razón —dijo Toussaint—. ¡La podrían asesinar a una antes de que le diera tiempo a decir uf! Y encima el señor no duerme en la casa. Pero no tenga miedo, señorita, que cierro las ventanas como si esto fuera una cárcel. ¡Unas mujeres solas! ¡Ya lo creo que es para que den tiriteras! ¿Se lo imagina? Ver entrar por la noche a unos hombres en el cuarto de una y que le digan: ¡A callar! y empiecen a degollarla.