Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro quinto

Hacia abajo

Cap XIII : Se ventilan unas cuantas cuestiones de política municipal.

Javert apartó a los mirones, abrió el corro y echó a andar a zancadas hacia el puesto de policía que está al final de la plaza, llevando a rastras a la infeliz. Ella se dejaba conducir, mecánicamente. Ninguno de los dos decía palabra. La bandada de espectadores, en un paroxismo de júbilo, iba detrás, soltando pullas. El colmo de la miseria da pie a las obscenidades.

Al llegar al puesto de policía, que era una planta baja que caldeaba una estufa y custodiaba un cuerpo de guardia, y daba a la calle por una puerta acristalada y con rejas, abrió Javert esa puerta, entró con la Fantine y la volvió a cerrar para mayor chasco de los curiosos, que se pusieron de puntillas y estiraron el pescuezo apostados frente al cristal turbio, intentando ver qué pasaba dentro. La curiosidad es una golosina. Ver es como comer con avidez.

Al entrar, la Fantine fue a caer en un rincón, inmóvil y callada, acurrucada como una perra medrosa.

El sargento del puesto trajo una vela encendida y la puso encima de una mesa. Javert se sentó, se sacó del bolsillo una hoja de papel timbrado y empezó a escribir.

Nuestras leyes dejan por completo a discreción de la policía a esa clase de mujeres. Ésta hace con ellas lo que quiere, las castiga como le parece y se incauta a placer de esas dos tristes cosas que ellas llaman su negocio y su libertad. Javert estaba impasible; no le asomaba emoción alguna al rostro serio. No obstante, estaba grave y hondamente preocupado. Era uno de esos momentos en que ejercía sin cortapisas pero con todos los escrúpulos de una conciencia severa su temible poder discrecional. Notaba en aquel momento que su taburete de agente de la policía era un tribunal. Juzgaba. Juzgaba y condenaba. Reunía cuantas ideas podían venírsele a la cabeza relativas a aquello tan importante que estaba haciendo. Cuanto más examinaba el caso de aquella buscona, más indignado se sentía. Estaba claro que acababa de presenciar un crimen. Acababa de presenciar en plena calle cómo una mujerzuela de lo más bajo insultaba y atacaba a un propietario y elector. Una prostituta había atentado contra un vecino de buena familia. Y él, Javert, lo había visto. Escribía en silencio.

Cuando acabó, firmó, dobló la hoja y le dijo al sargento del puesto, según se la daba: «¡Coja a tres hombres y lleve a esta mujer a la cárcel». Luego, volviéndose hacia la Fantine: «Te han caído seis meses».

La desdichada se sobresaltó.

—¡Seis meses, seis meses de cárcel! —exclamó—. ¡Seis meses ganando treinta y cinco céntimos diarios! Pero ¿qué va a ser de Cosette? ¡Mi hija, mi hija! Pero si todavía les debo más de cien francos a los Thénardier, señor inspector. ¿Estaba usted enterado de eso?

Se arrastró por las baldosas que habían humedecido las botas enfangadas de todos aquellos hombres, sin ponerse de pie, juntando las manos, avanzando de rodillas como a zancadas.