Los Miserables

Autor: Victor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro Primero

Un justo

Cap XI : Una restricción.

Se equivocaría muy mucho quien llegase a la conclusión de que monseñor Bienvenu era «un obispo filósofo» o «un cura patriota». Aquel encuentro, que casi podría llamarse una conjunción, con el convencional G. le dejó cierto desconcierto que lo hizo aún más dulce. Y nada más.

Aunque monseñor Bienvenu no fuera ni mucho menos un hombre político, es quizá éste el lugar de indicar muy brevemente cuál fue su actitud ante los sucesos de su época, dando por hecho que a monseñor Bienvenu nunca se le ocurrió tener una actitud.

Remontémonos, pues, unos cuantos años.

Poco tiempo después de la llegada de monseñor Myriel al episcopado, el emperador lo nombró barón del Imperio al tiempo que a unos cuantos obispos más. Como es bien sabido, la detención del papa ocurrió en la noche del 5 al 6 de julio de 1809; con tal motivo Napoleón convocó a monseñor Myriel al sínodo de los obispos de Francia y de Italia que se celebró en París. La sede de aquel sínodo fue Notre-Dame; y la primera reunión, el 15 de junio de 1811, estuvo bajo la presidencia de Su Eminencia el cardenal Fesch. Monseñor Myriel fue uno de los noventa y cinco obispos que acudieron. Pero sólo asistió a una sesión y a tres o cuatro deliberaciones privadas. Por ser obispo de una diócesis montañesa y por vivir tan cerca de la naturaleza, con rusticidad y penuria, introducía, al parecer, entre aquellos personajes eminentes, unas ideas que alteraban la temperatura de la reunión. Regresó enseguida a Digne. Le preguntaron cómo había vuelto tan pronto y contestó: «Los estorbaba. Por mí les llegaba el aire de fuera. Y les causaba la misma impresión que una puerta abierta».

En otra ocasión dijo: «¿Qué quieren? Esos monseñores son unos príncipes. Y yo sólo soy un pobre obispo campesino».

El hecho es que desagradó. Entre otras cosas peculiares, se le escaparon, por lo visto, una noche, cuando estaba en la residencia de uno de sus colegas más cualificados: «¡Qué preciosidad de relojes! ¡Qué preciosidad de alfombras! ¡Qué preciosidad de libreas! ¡Qué molesto debe de resultar! ¡Ay, no querría yo tener todas estas cosas superfluas chillándome continuamente: hay gente que pasa hambre, hay gente que pasa frío, hay pobres, hay pobres!».

Dicho sea de paso, odiar el lujo no sería un odio sensato. Ese odio llevaría consigo el odio por las artes. No obstante, en la gente de iglesia, dejando aparte la representación y las ceremonias, el lujo es un error. Da la impresión de que revela costumbres en verdad muy poco caritativas. Un sacerdote opulento es un contrasentido. El sacerdote tiene que estar cerca de los pobres. Ahora bien, ¿es acaso posible estar continuamente, de día y de noche, en contacto con todos los desamparos, con todos los infortunios, con todas las indigencias sin llevar encima algo de esta santa miseria, como se lleva encima el polvo del trabajo? ¿Es concebible que un hombre que esté junto a una hoguera no tenga calor? ¿Es concebible que un obrero trabaje continuamente en un horno y no tenga ni un cabello quemado, ni una uña ennegrecida, ni una gota de sudor ni una mota de ceniza en la cara? En el sacerdote, y en el obispo sobre todo, la primera prueba de la caridad es la pobreza.