Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro tercero

El barro, pero el alma

Cap VI : El socavón.

Jean Valjean había llegado a un socavón.

Ese tipo de desplome era frecuente por entonces en el subsuelo de Les Champs-Élysées, que era poco propicio para las obras hidráulicas y donde duraban poco las construcciones subterráneas porque era de excesiva fluidez. Esa fluidez es mayor incluso que la falta de consistencia de la propia arena del barrio de Saint-Georges, con la que no pudo más que un revestimiento de hormigón, y la de las capas arcillosas infiltradas de gas del barrio de Les Martyrs, tan líquidas que no pudo abrirse el paso por debajo del pasadizo de Les Martyrs más que mediante una tubería de fundición. Cuando, en 1836, echaron abajo, para volver a construirla, la alcantarilla vieja de piedra que pasa por debajo del barrio de Saint-Honoré, donde ahora mismo vemos a Jean Valjean, las arenas movedizas del subsuelo de Les Champs-Élysées hasta el Sena obstaculizaron las obras tanto que la operación duró más de seis meses, con grandes protestas de los vecinos colindantes, sobre todo de los que tenían palacetes y carrozas. Las obras fueron algo más que dificultosas; fueron peligrosas. Cierto es que hubo cuatro meses y medio de lluvia y tres crecidas del Sena.

El socavón que Jean Valjean se había encontrado era consecuencia del chaparrón de la víspera. El adoquinado, que tenía poco apoyo en la arena de debajo, había cedido y causado una saturación de agua de lluvia. Tras la infiltración, siguió el hundimiento. El cieno venció el piso, dislocado. ¿Cuánto trecho? Imposible decirlo. La oscuridad era allí más densa que en cualquier otro punto. Era un agujero de barro en una caverna nocturna.

Jean Valjean notó que le fallaba el suelo. Se metió en ese fango. Era agua en la superficie y cieno en el fondo. No quedaba más remedio que pasar. Dar marcha atrás era imposible. Marius estaba moribundo; y Jean Valjean, exhausto. ¿Dónde ir, por lo demás? Jean Valjean siguió adelante. Además, la zanja pareció poco profunda cuando dio los primeros pasos. Pero, según avanzaba, los pies se le iban hundiendo. No tardó en llegarle el cieno a media pierna y el agua más arriba de las rodillas. Andaba alzando con ambos brazos a Marius cuanto podía por encima del agua. Ahora le llegaba el cieno a las corvas y el agua a la cintura. Ya no podía retroceder. Cada vez se hundía más. Aquel cieno, con bastante densidad para el peso de un hombre, estaba claro que no aguantaba dos. Marius y Jean Valjean habrían tenido una oportunidad de salir del paso cada uno por su cuenta. Jean Valjean siguió andando, llevando a aquel moribundo que quizá era ya un cadáver.

Le llegaba el agua a las axilas; notaba que se iba a pique; apenas si podía moverse en aquella hondura cenagosa en que estaba. La densidad, que hacía las veces de sostén, era también el obstáculo. Seguía llevando en vilo a Marius con un derroche inaudito de fuerza y avanzaba; pero se hundía. Ya sólo llevaba fuera del agua la cabeza y ambos brazos, que alzaban a Marius. Hay, en las pinturas antiguas del Diluvio, una madre que lleva así a su hijo.

Se hundió más, echó la cara hacia atrás para librarla del agua y poder respirar; a quien lo hubiera visto en esa oscuridad le habría parecido ver una máscara flotando en sombras; él veía a medias colgar por encima de él la cara lívida de Marius. Hizo un esfuerzo desesperado y avanzó un pie; le tropezó el pie con algo sólido, a saber qué, un punto de apoyo. Ya era hora.