Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro sexto

La conjunción de dos estrellas

Cap VII : Aventuras de la letra U presa de las conjeturas.

El aislamiento, el desapego por todo, el orgullo, la independencia, la afición a la naturaleza, la ausencia de actividad cotidiana y material, la vida ensimismada, los combates secretos de la castidad, el éxtasis benevolente ante cualquier creación habían preparado a Marius para esa posesión que llamamos la pasión. El culto por su padre se había ido convirtiendo poco a poco en una religión, y, como toda religión, se le había retirado a lo hondo del alma. Necesitaba algo en primer plano. Llegó el amor.

Marius estuvo un mes largo yendo a Le Luxembourg a diario. Cuando llegaba la hora, no había nada que pudiera retenerlo. «Está de servicio», decía Courfeyrac. Marius vivía embelesado. Estaba seguro de que la joven lo miraba.

Había acabado por volverse más atrevido y se acercaba al banco. Sin embargo, no pasaba ya por delante, obedeciendo al tiempo al instinto de timidez y al instinto de prudencia de los enamorados. Le parecía útil que «no se fijase en él el padre». Organizaba sus plantones a pie firme detrás de los árboles y de los pedestales de las estatuas con gran maquiavelismo, de forma tal que la joven pudiera verlo lo más posible y el anciano lo menos posible. A veces se quedaba media hora entera inmóvil a la sombra de un Leónidas o de un Espartaco, con un libro en la mano por encima del cual la mirada, que alzaba despacio, iba en busca de la hermosa joven; y ella, por su parte, desviaba hacia él con una vaga sonrisa el perfil encantador. Mientras hablaba con toda naturalidad y con total tranquilidad con el hombre del pelo blanco, depositaba insistentemente en Marius todas las ensoñaciones de una mirada virginal y apasionada. ¡Antigua e inmemorial maniobra que Eva sabía ya en el primer día del mundo y que toda mujer sabe desde el primer día de la vida! Con los labios le hablaba a uno; con la mirada le hablaba al otro.

Habrá que suponer, no obstante, que el señor Leblanc estaba empezando a notar algo, porque con frecuencia, cuando llegaba Marius, se ponía de pie y echaba a andar. Ya no iba al lugar acostumbrado y había escogido, en la otra punta del paseo, el banco próximo al Gladiador, como para comprobar si Marius iría tras ellos. Marius no cayó en la cuenta y cometió esa falta. El «padre» empezó a volverse impuntual, y ya no traía a «su hija» todos los días. A veces venía solo. Entonces Marius no se quedaba. Otro error.

Marius no se fijaba en esos síntomas. De la fase de timidez había pasado, progreso natural y fatídico, a la fase de ceguera. Su amor iba a más. Soñaba con él todas las noches. Y además le había ocurrido un hecho venturoso inesperado, aceite en el fuego, incremento de las tinieblas que le nublaban la vista. Un tarde, al anochecer, se encontró en el banco del que «el señor Leblanc y su hija» acababan de irse un pañuelo, un pañuelo muy sencillo y sin bordados, pero blanco, fino, y del que le pareció que brotaban aromas inefables. Lo cogió, enajenado. El pañuelo iba marcado con las letras U. F. Marius no sabía nada de la hermosa muchacha, ni qué familia tenía, ni cómo se llamaba, ni dónde vivía; esas dos letras eran el primer objeto de ella que tenía en las manos, unas iniciales adorables con las que empezó en el acto a levantar un edificio. U era el nombre, por descontado. ¡Ursule!, pensó. ¡Qué nombre tan delicioso! Besó el pañuelo, aspiró su perfume, lo guardó junto al corazón, pegado a la carne durante el día y pegado a los labios para quedarse dormido.

«Noto en él toda su alma», exclamaba.