Los Miserables

Autor: Victor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro Primero

Un justo

Cap X : El obispo ante una luz desconocida.

En una época algo posterior a la fecha de la carta citada en páginas anteriores, hizo el obispo algo que, si atendemos a lo que opinaron todos en la ciudad, entrañaba aún mayor riesgo que su paseo por las montañas de los bandidos.

Había cerca de Digne, en el campo, un hombre que vivía aislado. Aquel hombre, digamos cuanto antes la palabra malsonante, había sido miembro de la Convención. Se llamaba G.

En el ambiente corto de miras de Digne, hablaban del convencional G. con algo así como horror. Un convencional, ¡se dice pronto! Tenía que ver con aquellos tiempos en que todo el mundo se tuteaba y se llamaba «ciudadano». Ese hombre era casi un monstruo. No había votado la ejecución del rey, pero le había faltado poco. Era un regicida a medias. Qué espanto. ¿Cómo no habían llevado a aquel hombre, al regresar la casa reinante legítima, ante el tribunal de más alta instancia? No para cortarle la cabeza, de acuerdo, hay que ser clemente; pero sí un buen destierro para toda la vida. ¡Que sirviera de ejemplo, vamos! Etc., etc. Por lo demás, era un ateo, como toda la gente aquella. Comadreos de gansos sobre un buitre.

¿Era, por cierto, G. un buitre? Sí, ateniéndose a la huraña soledad en que vivía. Como no votó la ejecución del rey, no lo incluyeron en los decretos de destierro y pudo quedarse en Francia.

Vivía a tres cuartos de hora de la ciudad, lejos de cualquier caserío, lejos de cualquier camino, a saber en qué hondonada perdida de un valle muy agreste. Tenía allí, a lo que decían, algo así como una casa en el campo, un agujero, un cubil. No había vecinos, ni siquiera transeúntes. Desde que vivía en aquel valle, el sendero que llevaba a él había desaparecido bajo la hierba. Se mencionaba aquel sitio como se menciona la casa del verdugo.

Pero el obispo reflexionaba y, de vez en cuando, miraba el punto del horizonte en que un grupito de árboles señalaba el valle del convencional ya anciano; y se decía: Hay ahí un alma que está sola.

Y, en lo hondo del pensamiento, añadía: «Debo ir a verlo».

Pero hemos de confesar que aquella idea, natural a primera vista, le parecía, tras pensarlo un momento, rara e imposible; e incluso repugnante. Pues, en el fondo, compartía la impresión general y el convencional le inspiraba, sin darse cuenta con claridad, ese sentimiento que es como la frontera del odio y que también queda expresado en la palabra distanciamiento.

No obstante, ¿debe retroceder el pastor ante el cordero sarnoso? No. ¡Pero menudo cordero…!

El buen obispo estaba perplejo. A veces echaba a andar hacia allá, y luego se volvía.