Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap VI : El hombre feroz en la madriguera.

Las ciudades, al igual que los bosques, tienen sus antros donde se esconde lo más nefando y temible que en ellas hay. Pero en las ciudades lo que así se esconde es feroz, inmundo y pequeño, es decir, feo; en los bosques, lo que se esconde es feroz, salvaje y grande, es decir, hermoso. Puestos a comparar guaridas, las de los animales son preferibles a las de los hombres. Las cuevas son preferibles a los tugurios.

Lo que Marius estaba viendo era un tugurio.

Marius era pobre y en su cuarto se notaba la indigencia; pero, de la misma forma que su pobreza era noble, su buhardilla estaba limpia. El cuchitril que veía desde arriba en aquellos momentos era abyecto, sucio, fétido, infecto, tenebroso y sórdido. No había más muebles que una silla de paja, una mesa tullida, unos cuantos cascos de loza vieja y, en dos de los rincones, dos jergones indescriptibles; por toda iluminación, una ventana de cuatro cristales en el techo, envuelta en telas de araña. Entraba por ese tragaluz la claridad imprescindible para que una cara humana pareciera la cara de un fantasma. Las paredes estaban leprosas y cubiertas de costurones y cicatrices como un rostro que alguna enfermedad espantosa hubiera desfigurado. Chorreaba de esas paredes una humedad legañosa. Se veían dibujos obscenos groseramente trazados con carbón.

El cuarto que ocupaba Marius tenía un suelo de ladrillo muy deteriorado; este otro no tenía ni baldosas ni tarima; había que pisar directamente en el yeso viejo del caserón, que se había vuelto negro de tantas pisadas. En ese suelo desigual, donde el polvo estaba como incrustado y de lo único que estaba virgen era de barrido, se agrupaban caprichosamente constelaciones de zapatillas y de zapatos viejos y de trapos espantosos; por lo demás, en ese cuarto sí había chimenea, y por eso el alquiler era de cuarenta francos anuales. Había de todo en aquella chimenea: un infiernillo, una olla, tabas rotas, pingajos colgando de unos clavos, una jaula de pájaro, cenizas e incluso algo de fuego. Dos tizones humeaban melancólicamente.

Lo que incrementaba aún más el horror de aquella buhardilla es que era grande. Tenía salientes, esquinas, agujeros negros, partes traseras del tejado, bahías y promontorios. Y, en consecuencia, ominosos rincones insondables donde podía pensarse que se acurrucaban arañas del tamaño de un puño, cochinillas de la anchura de un pie y quizá, incluso, a saber qué seres monstruosos.

Uno de los jergones estaba junto a la puerta; el otro, junto a la ventana. Ambos tenían una esquina pegada a la chimenea y Marius veía los dos de frente.

En un rincón próximo al agujero por el que estaba mirando Marius colgaba de la pared, en un marco de madera negra, un grabado de colorines en cuya parte de abajo ponía en letras gruesas: EL SUEÑO. Representaba a un mujer y a un niño dormidos, el niño en las rodillas de la mujer, y un águila en una nube con una corona en la parte inferior; la mujer apartaba la corona de la cabeza del niño, aunque sin despertarse; al fondo, Napoleón en un nimbo apoyado en una columna azul marino de capitel amarillo que ornaba la siguiente inscripción:

MARINGO

AUSTERLITS

IENA

WAGRAMME

ELOT