Los Miserables

Autor: Victor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro Primero

Un justo

Cap VI : De quién le guardaba la casa.

La casa en que vivía se componía, como ya hemos dicho, de una planta baja y un único piso: tres habitaciones en la planta baja, tres dormitorios en el primer piso; encima, un desván. Detrás de la casa, un jardín de un cuarto de área. Las dos mujeres ocupaban el primer piso. El obispo vivía abajo. La primera habitación, que daba a la calle, la usaba de comedor; la segunda, de dormitorio, y la tercera, de oratorio. No se podía salir del oratorio sin pasar por el dormitorio ni salir del dormitorio sin pasar por el comedor. En el oratorio, al fondo, había una alcoba cerrada y con una cama, para los casos de hospitalidad. El señor obispo ofrecía esa cama a los párrocos rurales que venían a Digne por asuntos o necesidades de sus parroquias.

La farmacia del hospital, un edificio pequeño añadido a la casa a expensas del jardín, lo habían convertido en cocina y bodega.

Había además en el jardín un establo, que era la antigua cocina del hospicio, donde el obispo tenía dos vacas. Diesen la cantidad de leche que diesen, les mandaba invariablemente todas las mañanas la mitad a los enfermos del hospital. «Pago el diezmo que me corresponde», decía.

Su cuarto era bastante grande y bastante difícil de calentar en la estación fría. Como la leña está cara en Digne, se le había ocurrido que le hicieran en el establo de las vacas un compartimento que cerraba un tabique de tablones. Allí se pasaba las veladas cuando apretaba el frío. Lo llamaba el salón de invierno.

No había en aquel salón de invierno, lo mismo que en el comedor, más muebles que una mesa cuadrada de madera de pino y cuatro sillas de enea. El comedor contaba además con un aparador viejo pintado de rosa al temple. El otro aparador a juego, convenientemente vestido con sabanillas blancas y encajes de imitación, lo había convertido el obispo en el altar que ornaba el oratorio.

Sus penitentes ricas y las mujeres piadosas de Digne habían aportado contribuciones con frecuencia para costear un buen altar nuevo para el oratorio de Su Ilustrísima; en todas y cada una de las ocasiones, el obispo cogió el dinero y se lo dio a los pobres.

—El altar más hermoso —decía— es el alma de un desdichado que ha hallado consuelo y se lo agradece a Dios.

Había en el oratorio dos reclinatorios de enea y un sillón también de enea en el dormitorio. Cuando, por casualidad, recibía a siete u ocho personas a la vez, al prefecto, o al general, o al estado mayor del regimiento de la guarnición, o a unos cuantos alumnos del seminario menor, no quedaba más remedio que ir al establo por las sillas del salón de invierno, al oratorio por los reclinatorios y al dormitorio por el sillón; así era posible reunir hasta once asientos para las visitas. Cada vez que llegaba una visita, había que dejar sin muebles una habitación.