Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro primero

La guerra entre cuatro paredes

Cap XXI : Los héroes.

De pronto, el tambor dio el toque de carga.

El ataque fue como el huracán. La víspera, en la oscuridad, algo así como una boa se había acercado sigilosamente a la barricada. Ahora, en pleno día, en aquella calle en forma de embudo, estaba claro que no cabía la sorpresa; la fuerza bruta, por lo demás, se había quitado la máscara, el cañón empezó a rugir y el ejército se abalanzó sobre la barricada. Ahora la habilidad consistía en furia. Una columna de infantería de línea poderosísima, entreverada a intervalos iguales con guardias nacionales y guardias municipales a pie, y con el respaldo de una retaguardia enorme a la que se oía sin vérsela, desembocó en la calle a paso de carga, con redoble de tambores y toque de cornetas, con la bayoneta cruzada y los zapadores en cabeza; e, imperturbable, entre los proyectiles, llegó en derechura hasta la barricada con el peso de una viga de bronce contra una pared.

La pared resistió.

Los insurrectos abrieron fuego con ímpetu. A la barricada, por la que habían trepado los atacantes, la coronaron crines de relámpagos. El asalto fue tan tremendo que, por un momento, los asaltantes fueron una inundación; pero la barricada se sacudió a los soldados como un león se sacude los perros y no quedó cubierta de asaltantes sino como el acantilado se cubre de espuma; y volvió a aparecer momentos después, escarpada, negra y formidable.

A la columna no le quedó más remedio que replegarse; se agolpó en la calle, al descubierto, aunque terrible, y respondió al reducto con un tiroteo espantoso. Quienes hayan visto unos fuegos artificiales recordarán ese haz que forman sus relámpagos al cruzarse y que se llama la palmera. Imaginemos esa palmera, pero no ya vertical, sino horizontal, con una bala, unas postas o un proyectil de vizcaíno en el extremo de todos y cada uno de sus chorros de fuego y desgranando la muerte en sus racimos de truenos. Y bajo todo aquello estaba la barricada.

Decisión igual por ambas partes. La valentía era allí casi bárbara y se le sumaba algo así como una ferocidad heroica que empezaba por el propio sacrificio. Eran los tiempos en que un guardia nacional peleaba como un zuavo. La tropa quería acabar de una vez; la insurrección quería luchar. Aceptar la agonía en plena juventud y en plena salud convierte la intrepidez en frenesí. Todos en aquella refriega se crecían en la hora suprema. La calle se cubrió de cadáveres.

En uno de los extremos de la barricada estaba Enjolras, y en el otro, Marius. Enjolras, que se sabía toda la barricada de memoria, se reservaba y se resguardaba; tres soldados cayeron, uno tras otro, bajo su almena sin haber llegado a verlo siquiera; Marius luchaba a pecho descubierto. Se convertía en punto de mira. Le asomaba más de medio cuerpo en lo alto de la barricada. No hay pródigo más desenfrenado que un avaro que se desboca; no hay hombre más tremendo en la acción que un soñador. Marius estaba soberbio y ensimismado. Peleaba como en un sueño. Hubiérase dicho un fantasma disparando un fusil.