Los Miserables

Autor: Victor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro Primero

Un justo

Cap V : De que a monseñor Bienvenu le duraban demasiado las sotanas.

La vida interior de monseñor Myriel la colmaban los mismos pensamientos de su vida pública. Para quien hubiera podido verla de cerca, esa pobreza voluntaria en que vivía el obispo de Digne habría sido un espectáculo solemne y delicioso.

Como todos los ancianos y como la mayoría de los pensadores, dormía poco. Aquel breve sueño era profundo. Por la mañana, tras una hora de recogimiento, decía misa, o en la catedral o en su casa. Tras decir misa, almorzaba pan de centeno mojado en leche de sus vacas. Después, trabajaba.

Un obispo es un hombre muy ocupado; tiene que recibir a diario al secretario del obispado, que suele ser un canónigo; y casi a diario a los vicarios episcopales. Tiene que supervisar congregaciones, que conceder privilegios, que pasar revista a toda una librería eclesiástica, misales, catecismos diocesanos, libros de horas, etc.; que escribir pastorales, autorizar sermones, poner de acuerdo a párrocos y alcaldes, llevar una correspondencia clerical, llevar una correspondencia administrativa, por acá el Estado, por allá la Santa Sede, miles de asuntos.

El tiempo que le dejaban libre esos miles de asuntos y los oficios y el breviario lo dedicaba, en primer lugar, a los necesitados, a los enfermos y los afligidos; y el tiempo que le dejaban libre los necesitados, los enfermos y los afligidos lo dedicaba al trabajo. Ora cavaba el jardín, ora leía y escribía. No tenía sino una única palabra para esos dos tipos de trabajo: lo llamaba dedicarse a la jardinería. «La mente es un jardín», decía.

A eso del mediodía, cuando hacía bueno, salía y paseaba a pie por el campo o por la ciudad, entrando a menudo en las casuchas. Lo veían ir andando, solo, absorto en sus pensamientos, con la mirada baja, apoyado en el largo bastón, vistiendo el abrigado gabán guateado y de color morado, calzando medias moradas y zapatos recios, tocado con el bonete por cuyos tres picos asomaban tres borlas de oro con flecos.

Nacía una alegría festiva por donde pasaba. Hubiérase dicho que en aquella presencia había algo cálido y luminoso. Los niños y los ancianos salían al umbral de las puertas cuando llegaba el obispo como cuando salía el sol. Bendecía y lo bendecían. Le indicaban la casa de quien anduviera necesitado de algo.

Se detenía acá y allá, hablaba a los chiquillos y a las niñas y sonreía a las madres. Iba a visitar a los pobres cuando tenía dinero; cuando se le acababa, iba a visitar a los ricos.

Como las sotanas le duraban demasiado y no quería que nadie se diera cuenta, nunca salía sin el gabán morado, lo que le resultaba algo molesto en verano.

Al volver, comía. La comida era como el almuerzo.

Por la noche, a las ocho, cenaba con su hermana; la señora Magloire se quedaba de pie detrás de ellos y los atendía. Era una cena frugalísima. Pero si el obispo había invitado a cenar a uno de sus párrocos, la señora Magloire aprovechaba para servirle a Su Ilustrísima algún pescado excelente de los lagos o alguna pieza de caza exquisita de la montaña. Todos los párrocos valían de pretexto para servir buenas cenas; el obispo se lo consentía. Pero, fuera de esas ocasiones, a diario no comía sino verdura cocida y sopa con aceite. Así que en la ciudad decían: «Cuando el obispo no come como un cura, come como un trapense».

Después de cenar, charlaba media hora con la señorita Baptistine y la señora Magloire; luego, se volvía a su cuarto y seguía escribiendo, a veces en hojas sueltas y a veces en los márgenes de algún tomo infolio. Era letrado y algo erudito…