Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro noveno

Sombra suprema, supremo amanecer

Cap II : Últimos latidos de la lámpara sin aceite.

Un día, Jean Valjean bajó las escaleras, dio tres pasos por la calle, se sentó en un mojón, en el mismo mojón en que se lo encontró, ensimismado, Gavroche la noche del 5 al 6 de junio; se quedó allí unos minutos y volvió a subir. Fue la última oscilación del péndulo. Al día siguiente no salió de casa. Y al otro no salió de la cama.

La portera, que le preparaba las parcas comidas, unas cuantas coles o unas patatas con algo de tocino, miró el plato de barro marrón y exclamó:

—Pero ¡si ayer no comió usted nada, hombre de Dios!

—Sí que comí —contestó Jean Valjean.

—El plato está lleno.

—Mire el jarro de agua. Está vacío.

—Eso demuestra que bebió; no demuestra que comiera.

—Bueno, ¿y si sólo tuve hambre de agua? —dijo Jean Valjean.

—Eso se llama sed; y, cuando no se come y sí se bebe, se llama fiebre.

—Comeré mañana.

—Sí, o por la Trinidad. ¿Y por qué no hoy? ¿Qué es eso de que ya comerá mañana? ¡Mira que dejarme el plato entero sin tocarlo siquiera! ¡Con lo ricas que estaban mis patatas violeta!

Jean Valjean le cogió la mano a la anciana.

—Le prometo que me las comeré —le dijo con su voz bondadosa.

—No me tiene usted nada contenta —contestó la portera.

Jean Valjean no veía a más ser humano que a aquella buena mujer. Existen en París calles por las que nadie pasa y casas a las que no va nadie. Él vivía en una de esas calles y en una de esas casas.

De vez en cuando salía; le había comprado a un calderero, por pocos céntimos, un crucifijo pequeño de cobre y lo había colgado de un clavo enfrente de la cama. Esa herramienta de suplicio siempre viene bien no perderla de vista.

Transcurrió una semana sin que Jean Valjean anduviera ni un paso por su cuarto. No se movía de la cama. La portera le decía a su marido:

—El buen hombre de arriba ya no se levanta ni come. No va a durar mucho que digamos. Yo creo que tiene algún disgusto. Nadie me quitará de la cabeza que la hija no se ha casado bien.

El marido contestó con el acento de la soberana autoridad marital:

—Si tiene dinero, que vea a un médico. Si no tiene dinero, que no lo vea. Si no ve a un médico, se morirá.

—¿Y si lo ve?

—Se morirá —dijo el portero.

La portera se puso a raspar con un cuchillo viejo algo de hierba que crecía en lo que ella llamaba su empedrado; y, mientras arrancaba la hierba, refunfuñaba:

—¡Qué lástima! ¡Un viejo tan curiosito! Es blanco como un pollo.

Vio pasar al final de la calle a un médico del barrio; se tomó atribuciones para pedirle que subiera.

—Es en el segundo —le dijo—. Puede entrar directamente. Como el hombre no se mueve ya de la cama, siempre está la llave puesta.

El médico vio a Jean Valjean y habló con él.

Cuando bajó, la portera le preguntó:

—¿Qué hay, doctor?

—Ese enfermo suyo está muy enfermo.

—¿Qué le pasa?

—De todo y nada. Es un hombre que, por las apariencias, ha perdido a un ser querido. De eso puedo uno morirse.