Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro tercero

El barro, piero el alma

Cap XI : Lo absoluto se tambalea.

No volvieron a abrir la boca en todo el rato que duró el trayecto.

¿Qué quería Jean Valjean? Concluir lo que había empezado; avisar a Cosette de dónde estaba Marius; darle quizá alguna otra indicación útil; tomar, si le era dado, ciertas disposiciones supremas. En lo tocante a él, todo había acabado; Javert lo había cogido y él no se resistía; otro, en esa misma situación, se habría acordado quizá vagamente de la cuerda que le había dado Thénardier y de los barrotes del primer calabozo en que lo metieran; pero, desde los tiempos en que conoció al obispo, Jean Valjean, hemos de insistir en ello, sentía un hondo titubeo religioso ante cualquier atentado a la vida, incluso contra la propia.

El suicidio, ese misterioso ataque material a lo desconocido en que puede caber hasta cierto punto la muerte del alma, era algo de lo que no era capaz Jean Valjean.

A la entrada de la calle de L’Homme-Armé se detuvo el coche de punto por tratarse de una calle demasiado estrecha para que puedan entrar los coches. Javert y Jean Valjean se bajaron.

El cochero hizo caer humildemente en la cuenta al «señor inspector» de que le habían estropeado el terciopelo de Utrecht del coche la sangre del hombre asesinado y el barro del asesino. A esa conclusión era a la que había llegado. Añadió que le debían una indemnización. Al tiempo, sacando del bolsillo la libreta, rogó al señor inspector que tuviera la bondad de darle por escrito «alguna cosita que le valiera de certificación».

Javert rechazó la libreta que le alargaba el cochero y le dijo:

—¿Qué se te debe, incluidas la espera y la carrera?

—Me cogió hace siete horas y cuarto y la tapicería estaba nueva —contestó el cochero—. Ochenta francos, señor inspector.

Javert sacó del bolsillo cuatro napoleones y despidió el coche de punto.

Jean Valjean pensó que Javert tenía intención de llevarlo a pie al puesto de policía de la calle de Les Blancs-Manteaux o al de Les Archives, que caen muy cerca.

Entraron en la calle. Estaba desierta, como de costumbre. Javert iba detrás de Jean Valjean. Llegaron al número 7. Jean Valjean llamó. Se abrió la puerta.

—Está bien —dijo Javert—. Suba.

Añadió con una expresión rara y como si le costase trabajo decir aquello:

—Lo espero aquí.

Jean Valjean miró a Javert. Aquel comportamiento no entraba en las costumbres de Javert. No obstante, que Javert ahora se fiase de él con altanería, igual que el gato se fía y le concede al ratón una libertad que mide lo que miden sus uñas, no podía por menos de sorprender a Jean Valjean, resuelto a entregarse y acabar de una vez. Empujó la puerta, entró en la casa, le gritó al portero, que estaba acostado y había tirado del cordón desde la cama: «¡Soy yo!», y subió las escaleras.