Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro tercero

El barro, pero el alma

Cap VII : A veces naufragamos cuando creemos desembarcar.

Volvió a ponerse en marcha.

Aunque, si bien es cierto que no se había dejado la vida en el socavón, sí se había dejado las fuerzas. Ese esfuerzo supremo lo había dejado agotado. Notaba ahora un cansancio tal que, cada tres o cuatro pasos, se veía en la necesidad de recobrar el aliento y se apoyaba en la pared. En una ocasión tuvo que sentarse en el poyo para poner a Marius en otra postura, y creyó que no podría levantarse. Pero aunque se le hubiera extinguido el vigor, no se le había extinguido la energía. Se incorporó.

Anduvo con desesperación, casi deprisa; dio así alrededor de cien pasos, sin enderezar la cabeza, casi sin respirar; y de repente se dio un golpe contra la pared. Había llegado a un recodo de la alcantarilla y, al acercarse con la cabeza gacha a la esquina, se había topado con el muro. Alzó la vista y, en la punta del subterráneo, ante sí, a distancia, a mucha distancia, divisó una luz. Está vez no era la luz amedrentadora; era la luz buena y blanca. Era la claridad del día.

Jean Valjean estaba viendo la salida.

Un alma condenada que, entre las llamas del infierno, viera de pronto la salida de la gehena, sentiría lo que sintió Jean Valjean. Volaría desatinada con los muñones de las alas abrasadas hacia la puerta radiante. Jean Valjean dejó de notar el cansancio, dejó de notar el peso de Marius, recobró las pantorrillas de acero. Más que andar, corrió. Según se iba acercando a la salida, ésta se volvía cada vez más nítida. Era un arco cintrado, de menor altura que la bóveda, que iba bajando gradualmente, y menos ancho que la galería, que se iba estrechando según bajaba la bóveda. El túnel acababa como un embudo; un estrechamiento vicioso, imitado de los portillos de los penales, lógico en una cárcel, carente de lógica en unas alcantarillas y que, más adelante, se rectificó.

Jean Valjean llegó a la salida.

Y allí se detuvo.

Era la salida, pero era imposible salir.

Una verja recia cerraba el arco; y a esa verja, cuyos goznes, como parecía deducirse de las apariencias, giraban muy de tarde en tarde, la sujetaba al marco de piedra una cerradura recia que, roja de orín, parecía un ladrillo enorme. Se veía el orificio de la llave y el grueso pestillo que se hundía hasta muy adentro en el cerradero de hierro. Estaba claro que la cerradura tenía dos vueltas de llave. Era una de esas cerraduras de fortaleza que tanto abundaban en el París antiguo.

Del otro lado de la verja, el aire libre, el río, la luz del día, la margen muy estrecha, pero suficiente para irse por ella, los muelles distantes, París, ese abismo donde es tan fácil ocultarse, el horizonte abierto, la libertad. A la derecha, río abajo, se vislumbraba el puente de Iéna y, a la izquierda, río arriba, el puente de Les Invalides; habría sido un lugar propicio para esperar a que se hiciera de noche y escapar. Era uno de los puntos más solitarios de París; la orilla que está delante de Le Gros-Caillou. Las moscas entraban y salían por entre los barrotes de la verja.