Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro sexto

La conjunción de dos estrellas

Cap VI : Prisionero.

Uno de los últimos días de la segunda semana estaba Marius como siempre sentado en el banco con un libro abierto en la mano, libro del que llevaba dos horas sin pasar una página. De pronto se sobresaltó. Estaba ocurriendo un acontecimiento en el extremo del paseo. El señor Leblanc y su hija acababan de levantarse del banco; la hija se había cogido del brazo del padre y ambos se encaminaban despacio hacia el centro del paseo donde estaba Marius. Marius cerró el libro, luego lo volvió a abrir y se esforzó en leer. Estaba temblando. El nimbo venía en derechura hacia él. «¡Ay, Dios mío! —pensaba—. No me va a dar tiempo a adoptar una compostura.» Entre tanto el hombre del pelo blanco y la joven se iban acercando. A Marius le parecía que estaban tardando un siglo aunque sólo fuera un segundo. «¿Qué vienen a hacer por este lado? —se preguntaba—. ¡Cómo! ¿Va a pasar ella por aquí? ¿Van a pisar sus pies esta arena, en este paseo, a dos pasos de mí?» Estaba trastornado, habría querido ser guapísimo, habría querido llevar la Legión de Honor. Oía como se acercaba el ruido suave y cadencioso de sus pasos. Se imaginaba que el señor Leblanc le dirigía miradas de irritación. «¿Me hablará ese señor?», pensaba. Agachó la cabeza y, cuando la volvió a levantar, ya los tenía muy cerca. La joven pasó y, al pasar, lo miró. Lo miró fijamente, con una dulzura pensativa que hizo que Marius se estremeciera de arriba abajo. Le pareció que le reprochaba que hubiera estado tanto tiempo sin acercarse a ella y que le decía: «Soy yo quien se acerca». A Marius lo dejaron deslumbrado esas pupilas repletas de rayos de luz y de abismos.

Notaba una hoguera en el cerebro. ¡Ella se le había acercado, qué alegría! ¡Y cómo lo había mirado además! ¡Le pareció más hermosa de lo que la había visto hasta ahora! Hermosa con una hermosura femenina y angelical a un tiempo, con una hermosura completa que habría hecho cantar a Petrarca y arrodillarse a Dante. Le parecía estar nadando en pleno cielo azul. Y, al tiempo, estaba contrariadísimo porque tenía las botas polvorientas.

Creía estar seguro de que ella también le había mirado las botas.

La siguió con los ojos hasta que la perdió de vista. Luego echó a andar por Le Luxembourg como un loco. Entra dentro de lo probable que por momentos se riera solo y hablase en voz alta. Se quedaba tan soñador junto a las niñeras que todas creían que estaba enamorado de ellas.

Salió de Le Luxembourg con la esperanza de encontrarla en alguna calle.

Se cruzó con Courfeyrac en los soportales de L’Odéon y le dijo: «Vente a cenar conmigo». Se fueron a Rousseau y se gastaron seis francos. Marius comió como un ogro. Le dio al camarero 30 céntimos. En los postres le dijo a Courfeyrac: «¿Has leído el periódico? ¡Qué discurso tan estupendo ha pronunciado Audry de Puyraveau!».

Estaba perdidamente enamorado.

Después de cenar, le dijo a Courfeyrac: «Te invito al teatro». Fueron a La Porte-Saint-Martin a ver a Frédérick en La posada de Les Adrets. Marius se lo pasó estupendamente.

Al tiempo se volvió aún más esquivo. Al salir del teatro, se negó a mirarle la liga a una modista que estaba saltando por encima del arroyo, y casi le pareció repugnante Courfeyrac cuando dijo: No me importaría nada tener a esa mujer en mi colección.