Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap IV : Una rosa entre la miseria.

Una muchacha muy joven estaba de pie en la puerta entornada. El tragaluz que alumbraba la buhardilla estaba precisamente enfrente de la puerta e iluminaba esa silueta con una claridad blanquecina. Era una criatura macilenta, canija, flaquísima; sólo una camisa y una falda cubrían aquella desnudez temblorosa y muerta de frío. De cinturón, un cordel; para sujetar el pelo, un cordel; unos hombros puntiagudos asomaban de la camisa; palidez rubia y linfática, clavículas terrosas, manos rojas, boca entreabierta y estropeada, donde faltaban dientes, mirada opaca, atrevida y disimulada, formas de una muchacha abortada y mirada de una vieja corrompida; cincuenta años y quince años revueltos; uno de esos seres que son al tiempo débiles y horrorosos y con los que se estremecen los que no lloran.

Marius se había puesto de pie y miraba con algo parecido al estupor a aquel ser que casi se parecía a esas formas de la sombra que cruzan por los sueños.

Lo más desgarrador era que aquella muchacha no había venido al mundo para ser fea. Debía, incluso, de haber sido muy guapa en la primera infancia. El encanto luchaba aún contra aquella repulsiva vejez prematura del libertinaje y la pobreza. Un resto de hermosura agonizaba en aquel rostro de dieciséis años igual que ese sol pálido que se apaga tras espantosas nubes en el amanecer de un día de invierno.

Aquel rostro no le era del todo desconocido a Marius. Le parecía recordar que lo había visto en alguna parte.

—¿Qué quiere, señorita? —preguntó.

La muchacha respondió con aquella voz de presidiario borracho.

—Una carta para usted, señor Marius.

Llamaba a Marius por su nombre; no podía caberle duda al joven de que iba con él la cosa; pero ¿quién era esa muchacha? ¿Cómo sabía su nombre?

Entró sin que él se lo hubiera pedido. Entró resueltamente, mirando con algo que se parecía al aplomo y oprimía el corazón toda la habitación y la cama deshecha. Iba descalza. Por unos agujeros grandes de la falda asomaban las piernas largas y las rodillas flacas. Tiritaba.

Llevaba efectivamente en la mano una carta y se la tendió a Marius.

Al abrir la carta, Marius se fijó en que la oblea, ancha y de buen tamaño, todavía estaba húmeda. El mensaje no podía venir de muy lejos. Leyó:

«¡Amable joven y amigo mío!

»Me he enterado de lo bondadoso que ha sido conmigo y de que me pagó el alquiler hace seis meses. Lo bendigo, muchacho. Mi hija mayor le dirá que cuatro personas llevamos sin un trozo de pan desde hace dos días y que mi esposa está enferma. Si no queda chasqueada mi opinión, creo que puedo esperar que su corazón generoso se humanize ante estos hechos que le cuento y se someta al deseo de serme propizio dignándose concederme una modesta ayuda.

»Azepte los respectos que se les deben a los benefactores de la humanidad.

»JONDRETTE

»P.S. Mi hija esperará a que usted disponga lo que tenga a bien disponer, querido señor Marius.»