Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro tercero

El barro, pero el alma

Cap V : Tanto en la arena como en la mujer hay una sutileza que es perfidia.

Notó que se metía en el agua y que lo que tenía bajo los pies no era ya empedrado, sino cieno.

A veces, en algunas costas de Bretaña o de Escocia, un hombre, un viajero o un pescador, que va andando, con marea baja, por el arenal, lejos de la orilla, se da cuenta de pronto de que desde hace unos minutos le cuesta andar. Bajo los pies nota la playa como si estuviera hecha de pez: se le pegan las suelas; ya no es arena, sino liga. El arenal está completamente seco, pero a cada paso, nada más alzar el pie, la huella se llena de agua. Por lo demás, la mirada no ha captado ningún cambio; la playa inmensa está lisa y tranquila, toda la arena parece igual, nada diferencia el suelo sólido del que ha dejado de serlo; la nubecilla alegre de las pulgas de mar no ha dejado de brincar tumultuosamente bajo los pies del caminante. El hombre continúa andando, sigue adelante, tuerce hacia la tierra, intenta acercarse a la costa. No está preocupado. ¿Por qué iba a preocuparse? Pero nota como si los pies le fueran pesando cada vez más, a cada paso. De repente, se hunde. Se hunde dos o tres pulgadas. Definitivamente está claro que no va por el buen camino; se detiene para orientarse. De pronto, se mira los pies. Le han desaparecido los pies. Se los tapa la arena. Saca los pies de la arena, quiere desandar lo andado, retrocede, se hunde más. La arena le llega a los tobillos; hace fuerza para salir de ella y tira hacia la izquierda; la arena le llega a media pierna; tira a la derecha; la arena le llega a las corvas. Entonces se da cuenta con indecible espanto de que se ha metido en unas arenas movedizas y que lo que tiene debajo es ese medio aterrador en que el hombre no puede ya andar como tampoco puede ya nadar el pez. Tira la carga, si es que lleva una; aligera peso, como un barco en peligro de zozobrar; ya no está a tiempo, la arena le llega por encima de las rodillas.

Llama; hace señas con el sombrero o con el pañuelo; la arena se lo traga cada vez más; si la playa está desierta, si la tierra queda a demasiada distancia, si ese banco de arena tiene una reputación demasiado mala, si no hay un héroe por las inmediaciones, está condenado a que se lo trague la arena. Está condenado a ese enterramiento espantoso, largo, infalible, implacable, que no es posible ni retrasar ni apresurar, que dura horas, que no acaba nunca, que lo atrapa a uno cuando está de pie, libre y rebosante de salud; que tira de uno por los pies; que, con cada esfuerzo que intenta, con cada grito que suelta, lo arrastra algo más hacia abajo, que parece castigarlo a uno por oponer resistencia abrazándolo de forma más estrecha, que mete al hombre despacio en la tierra dejándole mucho rato para que mire el horizonte, los árboles, la campiña verde, el humo de las aldeas en la llanura y las velas de los barcos en el mar, las aves que vuelan y cantan, el sol, el cielo. Que se lo trague a uno la arena es como un sepulcro que se vuelve marea y sube hacia el vivo desde lo hondo de la tierra. Todos y cada uno de los minutos son un entierro inexorable. El desventurado intenta sentarse, tenderse, reptar; todos los movimientos que hace lo sepultan; se yergue, se hunde; nota que la tierra se lo traga; suelta alaridos, implora, les grita a las nubes, se retuerce los brazos, desespera.