Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro tercero

El barro, pero el alma

Cap III : Tras la pista de un hombre.

Hay que reconocerle a la policía de entonces, para ser justos, que, incluso en las circunstancias públicas más graves, cumplía imperturbablemente con su deber de vigilancia de la red viaria. Unos disturbios no eran para ella un pretexto para dejarles flojas las riendas a los malhechores ni para descuidar al vecindario porque el gobierno estuviera en peligro. El servicio ordinario se llevaba a cabo con la corrección requerida, junto con el servicio extraordinario, y éste no alteraba aquél. Con un acontecimiento político de alcance incalculable en marcha, bajo la presión de una revolución posible, sin dejar que lo distrajeran la insurrección y las barricadas, un agente le seguía la pista a un ladrón.

Algo por estilo era lo que estaba sucediendo en la tarde de aquel 6 de junio a orillas del Sena, en la margen derecha, un poco más allá del puente de Les Invalides.

Ahora no hay ya margen allí. Ha cambiado el aspecto del lugar.

Es esa margen, dos hombres, a cierta distancia entre sí, parecían observarse mientras uno rehuía al otro. El que iba delante intentaba alejarse; el que iba detrás intentaba acercarse.

Era como una partida de ajedrez que se estuviera jugando de lejos y en silencio. Ninguno de los dos parecía apresurarse; y ambos caminaban despacio, como si los dos temiesen que, al mostrar una prisa excesiva, el otro apretase el paso.

Hubiérase dicho un apetito que va en pos de una presa fingiendo que no lo hace ex profeso. La presa era solapada y no bajaba la guardia.

Se atenían a las proporciones usuales entre la garduña acorralada y el dogo que la acorrala. El que intentaba escapar era estrecho de espaldas y de aspecto encanijado; el que intentaba echarle el guante era un mocetón de estatura elevada y apariencia ruda, y rudo debía de ser el encuentro con él.

Aquél, que sabía que era más débil, rehuía a éste; pero lo rehuía con gran fiereza; si alguien hubiera podido observarlo, le habría visto en la mirada la sombría hostilidad de quien escapa y todas las amenazas que se dan en el temor.

La margen era solitaria: no pasaba nadie; no había siquiera un barquero o un descargador en las gabarras amarradas acá y allá.

No era posible ver bien a esos dos hombres sino desde el muelle de enfrente, y a quien los hubiera mirado a esa distancia el hombre de delante le habría parecido un ser erizado, desharrapado y sospechoso, intranquilo, tiritando, con un blusón hecho jirones; y el otro, una persona clásica y oficial que llevaba la levita de la autoridad abrochada hasta la barbilla.

Entra dentro de lo posible que el lector reconociese a ambos hombres si los viera de más cerca.

¿Qué pretendía el de detrás?

Probablemente conseguir proporcionarle al que iba delante un atuendo más abrigado.

Cuando un hombre al que viste el Estado persigue a un hombre harapiento es para convertirlo en un hombre a quien también vista el Estado. El único problema reside en el color. Ir de azul es muy honroso; ir de rojo resulta desagradable.

Existen unos purpurados de abajo.