Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro quinto

Cuyo final no tiene nada que ver con el principio

Cap II : Miedos de Cosette.

En la primera quincena de abril, Jean Valjean hizo un viaje. Ya sabemos que era algo que ocurría de tarde en tarde, con intervalos muy largos. Estaba fuera uno o, como mucho, dos días. ¿Dónde iba? Nadie lo sabía, ni siquiera Cosette. Sólo en una ocasión, en uno de esos viajes, lo acompañó en coche de punto hasta la esquina de un callejón estrecho en cuya pared leyó: Callejón de La Planchette. Allí se bajó Jean Valjean y el coche de punto volvió a llevar a Cosette a la calle de Babylone. Esos breves viajes de Jean Valjean solían coincidir con una escasez de dinero en la casa.

Jean Valjean estaba, pues, de viaje. Había dicho: «Vuelvo dentro de tres días».

Aquella noche, Cosette estaba sola en el salón. Para quitarse el aburrimiento, abrió el piano-órgano y se puso a cantar, acompañándose, el coro de Euryanthe: ¡Cazadores perdidos en los bosques!, que es, quizá, lo más hermoso que pueda darse en la música. Al acabar, se quedó pensativa.

De pronto, le pareció que alguien andaba en el jardín.

No podía ser su padre, porque estaba fuera; no podía ser Toussaint, porque estaba acostada. Eran las diez de la noche.

Se acercó a la contraventana del salón, que estaba cerrada, y pegó el oído.

Le dio la impresión de que eran pasos de hombre y que andaba muy quedamente.

Subió deprisa al primer piso, a su cuarto, abrió un montante que había en su contraventana y miró al jardín. Había luna llena y se veía como si fuera de día.

No había nadie.

Abrió la ventana. El jardín estaba completamente tranquilo y en toda la parte de la calle que podía verse no había nadie, como de costumbre.

Cosette pensó que se había equivocado. Le había parecido oír un ruido. Era una alucinación fruto del sombrío y prodigioso coro de Weber que le abre a la mente honduras amedrentadas, que tiembla ante la mirada como un bosque vertiginoso y en que se oyen los crujidos de las ramas secas bajo el paso intranquilo de los cazadores vistos a medias en el crepúsculo.

No volvió a pensar en ello.

Por lo demás, Cosette no era muy miedosa por naturaleza. Llevaba en las venas sangre de gitana y aventurera que va descalza. Recordemos que era más alondra que paloma. Tenía un carácter fiero y valiente.

Al día siguiente, a hora más temprana, cuando estaba cayendo la tarde, se paseaba por el jardín. Entre vagos pensamientos que la tenían ocupada, le parecía notar a ratos un ruido semejante al ruido de la víspera, como si alguien anduviera en la oscuridad, bajo los árboles, no lejos de ella, pero se decía que no hay nada que se parezca tanto a unos pasos por la hierba como el roce de dos ramas que se mueven solas, y no hacía caso. Por lo demás, no veía nada.

Salió de «la maleza»; le quedaba por cruzar un prado pequeño de césped verde para llegar a la escalera de la fachada. La luna, que acababa de alzarse a su espalda, proyectó, al salir Cosette del macizo, su sombra, ante ella, en ese prado.

Cosette se detuvo aterrada.