Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro segundo

Los intestinos de Leviatán

Cap V : Progreso actual.

En la actualidad, las alcantarillas son limpias, frías, rectas, correctas. Cumplen casi con el ideal de eso que se entiende en Inglaterra cuando se usa la palabra «respetable». Son decorosas y grisáceas; tiradas a cordel; casi podríamos decir que van de tiros largos. Se parecen a unos asentadores que se hubieran convertido de repente en consejeros de Estado. Hay casi luz bastante para ver con claridad. El fango se porta de forma decente. De entrada, pueden parecer incluso uno de esos corredores subterráneos que tanto abundaban antes y tan útiles resultaban para que escapasen los monarcas y los príncipes en aquellos buenos tiempos de antaño en que «el pueblo quería a sus reyes». Las alcantarillas actuales son unas alcantarillas dignas; impera en ellas el estilo puro; el clásico alejandrino rectilíneo, que, tras expulsarlo de la poesía, se ha refugiado aparentemente en la arquitectura, parece mezclado con todas las piedras de esta larga bóveda tenebrosa y blancuzca; cada uno de los desaguaderos es como un soportal; la calle de Rivoli impone su escuela incluso en las cloacas. Por lo demás, si hay un lugar en que esté en su sitio la línea geométrica, ése es desde luego la zanja estercórea de una gran ciudad. En ella todo debe subordinarse al camino más corto. Las alcantarillas tienen ahora cierto aspecto oficial. Incluso los informes de la policía, que a veces tratan de ellas, no les faltan ya al respeto. Las palabas que las caracterizan en la lengua administrativa son escogidas y respetables. Lo que antes se llamaba pasadizo ahora se llama galería; lo que se llamaba agujero ahora se llama respiradero. Villon no reconocería su antigua vivienda de reserva. Esa red de sótanos sigue teniendo, desde luego, su inmemorial pulular de roedores, más pululante que nunca; de vez en cuando, alguna rata veterana se arriesga a asomar la cabeza por la ventana de las alcantarillas y pasa revista a los parisinos; pero incluso esa plaga se va domesticando, satisfecha en su palacio subterráneo. En las cloacas no queda ya nada de la ferocidad primitiva. La lluvia, que ensuciaba las alcantarillas de antaño, lava las alcantarillas de ahora. De todos modos, no conviene fiarse. Los miasmas aún siguen residiendo en ellas. Más que irreprochables, son hipócritas. Por más que se hayan esforzado la dirección de la policía y la comisión de sanidad. Pese a todos los sistemas de saneamiento, brota de ellas un olor impreciso y sospechoso, igual que de Tartufo después de confesarse.

Reconozcamos que, en última instancia, llevarse por delante los desperdicios es un homenaje de las alcantarillas a la civilización, y como, desde ese punto de vista, la conciencia de Tartufo es un progreso si la comparamos con los establos de Augías, no cabe duda de que las alcantarillas de París han ido a mejor.

Es más que un progreso; es una transmutación. Entre las alcantarillas de antes y las actuales media una revolución. ¿Quién llevó a cabo esa revolución?

El hombre de quien nadie se acuerda y al que nosotros nos hemos referido, Bruneseau.