Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro tercero

El abuelo y el nieto

Cap III : Requiescant.

El salón de la señora de T. era cuanto conocía Marius Pontmercy de la vida en sociedad. Era la única abertura por la que podía mirar la existencia. Esa abertura era sombría y por ese tragaluz le llegaba más frío que calor y más oscuridad que claridad. Aquel niño, que no era sino alegría y luz cuando llegó a aquel mundo extraño, se volvió triste en poco tiempo y, lo que es aún más opuesto a esa edad, serio. Rodeado de todas aquellas personas que imponían tanto y eran tan singulares, miraba a su alrededor con un asombro circunspecto. Todo contribuía a que aquella estupefacción fuera a más. Había en el salón de la señora de T. damas nobles y ricas, muy venerables, que se llamaban Mathan, Noé y Lévis, que se pronunciaba Lévi, y Cambis, que se pronunciaba Cambyse. Esos rostros antiguos y esos apellidos bíblicos se le mezclaban al niño con el Antiguo Testamento que se aprendía de memoria, y, cuando estaban todas sentadas en corro alrededor de un fuego agonizante y las iluminaba apenas una lámpara velada de verde, con aquellos perfiles severos, aquel pelo gris o blanco, aquellos vestidos tan largos y de otra época, de los que sólo se veían los colores lúgubres, diciendo muy de vez en cuando palabras a un tiempo majestuosas y hoscas, Marius las miraba con ojos asustados y le parecía que estaba viendo no mujeres, sino patriarcas y magos, no seres reales, sino fantasmas.

Con esos fantasmas se mezclaban varios sacerdotes, visitantes habituales de aquel salón viejo, y unos cuantos caballeros nobles; el marqués de Sassenaye, secretario al servicio de la señora de Berry; el vizconde de Valory, que publicaba con el pseudónimo Charles-Antoine odas monorrimas; el príncipe de Beauffremont, que, aunque era bastante joven, tenía el pelo gris y una mujer bonita e ingeniosa cuyos vestidos de terciopelo escarlata con bordados de oro espantaban aquellas tinieblas; el marqués de Coriolis d’Espinouse, el hombre que más sabía en Francia de «cortesía proporcional»; el conde de Amendre, de barbilla benévola, y el señor de Port-de-Guy, puntal de la biblioteca del Louvre, llamada el gabinete del rey. El señor de Port-de-Guy, calvo y más envejecido que viejo, refería que, en 1793, a los dieciséis años, lo mandaron a presidio por insumiso; iba aherrojado con un octogenario, el obispo de Mirepoix, también insumiso, pero en su calidad de sacerdote, mientras que él lo era como soldado. Era en Tolón. Su cometido era ir por las noches a recoger al cadalso las cabezas y los cuerpos de los guillotinados del día anterior; se llevaban, cargados a la espalda, aquellos cuerpos ensangrentados y tenían en la nuca, en los blusones rojos de presidiarios, una costra de sangre que estaba seca por la mañana y húmeda por la noche. Esos relatos trágicos abundaban en el salón de la señora de T.; a fuerza de maldecir a Marat, acababan por aplaudir a Trestaillon. Unos cuantos diputados de la «cámara inencontrable» jugaban al whist: los señores Thibord du Chalard, Lemarchant de Gomicourt y el célebre burlón de la derecha, el señor Cornet-Dincourt. El juez ordinario de Ferrette, de calzón corto y pantorrillas flacas, pasaba a veces por aquel salón de camino hacia el del señor de Talleyrand. Había sido compañero de francachelas del señor conde de Artois y, a la inversa que Aristóteles haciendo de caballo para Campaspe, puso a cuatro patas a la Guimard y enseñó así a las edades cómo venga un juez a un filósofo.