Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro quinto

Cuyo final no tiene nada que ver con el principio

Cap I : Conjunción de la soledad y el cuartel.

El dolor de Cosette, tan acerbo aún y tan punzante hacía cuatro o cinco meses, había empezado a convalecer sin que ni siquiera se diera cuenta. La naturaleza, la primavera, la juventud, el amor por su padre, la alegría de los pájaros y de las flores iban introduciendo poco a poco, día a día, gota a gota, en aquella alma tan virginal y tan joven un algo que casi se parecía al olvido. ¿Se estaba apagando el fuego del todo? ¿O se estaban formando sólo capas de cenizas? El hecho es que había dejado de notar casi del todo punzadas dolorosas y abrasadoras.

Un día se acordó de pronto de Marius: «¡Anda! —se dijo—. Si ya no pienso en él».

Esa misma semana se fijó, cuando pasó por delante de la verja del jardín, en un oficial de lanceros de lo más apuesto, con cintura de avispa, un uniforme precioso y unas mejillas de doncella, con el sable debajo del brazo, los bigotes negros como el betún y el chascás charolado. Y, de propina, el pelo rubio, los ojos azules y saltones, la cara redonda, vana, insolente y bonita; el polo opuesto de Marius. En la boca llevaba un puro. Cosette pensó que aquel oficial pertenecía seguramente al regimiento acuartelado en la calle de Babylone.

Al día siguiente lo vio pasar otra vez. Se fijó en la hora.

A partir de aquel momento, ¿sería cosa de la casualidad?, lo vio pasar casi a diario.

Los compañeros del oficial se fijaron en que había, en aquel jardín «mal cuidado» y tras aquella verja rococó en tan mal estado, una joven bastante bonita que estaba casi siempre en él cuando pasaba el guapo teniente, que no es un desconocido para el lector y se llamaba Théodule Gillenormand.

—¡Mira! —le decían—. Hay una jovencita que te mira mucho. ¡Fíjate y ya verás!

—¡Como si tuviera yo tiempo para mirar a todas las chicas que me miran! —contestaba el lancero.

Era precisamente por entonces cuando estaba yendo Marius muy seriamente camino de la agonía y decía: «¡Con tal de que pudiera volver a verla antes de morir!». Si se hubiera realizado aquel deseo y si hubiese visto en aquel momento a Cosette mirando a un lancero, no habría podido pronunciar ni una palabra y habría expirado de dolor.

¿De quién habría sido la culpa? De nadie.

Marius tenía uno de esos temperamentos que se hunden en la pena y allí se quedan. Cosette era de las personas que se sumergen y vuelven a salir a flote.

Por lo demás, Cosette estaba pasando por ese momento peligroso, esa fase fatídica de la ensoñación femenina sin control en que el corazón de una joven aislada se parece a esos zarcillos de la vid que se enganchan, según lo disponga el azar, a una columna de mármol o al poste de una taberna. Momento veloz y decisivo, crítico para cualquier huérfana, pobre o rica, porque la riqueza no protege de las elecciones erróneas: hay casamientos desiguales en las esferas más elevadas; el mal casamiento verdadero es el de las almas; e igual que más de un joven desconocido, sin apellidos, sin rango, sin fortuna, es un capitel de mármol que sustenta un templo de sentimientos grandes y grandes ideas, de forma idéntica hay hombres de mundo contentos de sí mismos y opulentos, con botas lustrosas y palabras de mucho brillo que, si se mira no lo de fuera, sino lo de dentro, es decir, lo que queda reservado para la mujer, no son sino leños imbéciles que pueblan de forma larvada pasiones violentas, inmundas y tomadas del vino: el poste de la taberna.