Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro cuarto
Ayuda de abajo puede ser ayuda de arriba
Cap II : A la Plutarco no le cuesta nada dar con la explicación de un fenómeno.
Un atardecer, Gavroche no había comido nada; se acordó de que tampoco había cenado la víspera; la cosa empezaba a resultar cansada. Se resolvió a intentar dar con algo de cena. Se fue a rondar más allá de La Salpêtrière, por lugares en que no pasaba nadie; ahí es donde encuentra uno las buenas oportunidades; donde no hay nadie, algo te encuentras. Llegó hasta una población que le pareció que era el pueblo de Austerlitz.
En un vagabundeo anterior, le había llamado la atención en ese lugar un jardín viejo donde había un viejo y una vieja y, en el jardín, un manzano aceptable. Junto al manzano, había algo así como un arcón para guardar fruta que cerraba mal y donde era posible conquistar alguna manzana que otra. Una manzana es una cena; una manzana es la vida. Lo que perdió a Adán podía salvar a Gavroche. El jardín corría a la largo de una calleja solitaria, sin pavimentar, bordeada de matorrales hasta llegar a las casas; un seto lo separaba de esa calle.
Gavroche se encaminó hacia el jardín, encontró la calleja, reconoció el manzano, comprobó la existencia del arcón y examinó el seto; un seto se salva de una zancada. Caía la tarde; ni un alma en la calleja, la hora era propicia. Gavroche hizo ademán de emprender la escalada; luego se detuvo de pronto. Hablaban en el jardín. Gavroche miró por uno de los claros del seto.
A dos pasos de él, al pie del seto y del otro lado, precisamente en el lugar al que habría ido a dar el agujero que estaba planeando abrir, había una piedra tumbada que formaba una especie de banco, y en ese banco estaba sentado el viejo del jardín, que tenía delante a la vieja, de pie. La vieja refunfuñaba. Gavroche, que era muy poco discreto, escuchó.
—¡Señor Mabeuf! —decía la vieja.
«¡Mabeuf —pensó Gavroche—. ¡Vaya nombre chistoso!»
El anciano al que interpelaba no se movía. La vieja repitió:
—¡Señor Mabeuf!
El anciano, sin levantar la vista del suelo, se decidió a contestar:
—¿Qué hay, Plutarco?
«¡Plutarco! —pensó Gavroche—. ¡Otro nombre chistoso!»
La Plutarco añadió, y al anciano no le quedó más remedio que acceder a la conversación:
—El casero no está nada contento.
—¿Por qué?
—Le debemos tres recibos.
—Dentro de tres meses le deberemos cuatro.
—Dice que lo va a mandar a dormir a la calle.
—Iré.
—La frutera quiere que le paguemos. Ya no hay forma de que nos dé más gadejones. ¿Con qué se va usted a calentar este invierno? No tendremos leña.
—Está el sol.
—El carnicero no quiere fiarnos más ni darnos más carne.
—Muy oportuno. Me cuesta digerir la carne. Es muy pesada.
—¿Y qué cenaremos?
—Pan.
—El panadero quiere que le demos algo a cuenta y dice que, sin dinero, no hay pan.
—Muy bien.
—¿Y qué comerá usted?
—Tenemos las manzanas del manzano.
—Pero, señor, es que no se puede vivir así, sin dinero.
—No tengo dinero.