Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro cuarto

Ayuda de abajo puede ser ayuda de arriba

Cap I : Herida por fuera, curación por dentro.

Y así la vida se les iba ensombreciendo gradualmente.

No les quedaba ya sino una distracción, que tiempo atrás había sido una dicha; y era ir a llevar pan a quienes pasaban hambre y ropa a quienes pasaban frío. Con esas visitas a los pobres, a las que Cosette acompañaba con frecuencia a Jean Valjean, ambos volvían, en parte, a explayarse como antes; y había veces en que, cuando habían tenido un día bueno, cuando habían socorrido muchas pobrezas y dado nueva fuerza y calor a muchos niños pequeños, Cosette estaba algo animada por la noche. Fue por entonces cuando fueron al tugurio de los Jondrette.

A la mañana siguiente de esa visita, Jean Valjean se presentó en el pabellón, sereno como de costumbre, pero con una herida grande en el brazo izquierdo, muy inflamada, muy envenenada, que parecía una quemadura y de la que proporcionó una explicación cualquiera. Durante más de un mes la herida le dio fiebre y lo tuvo metido en casa. No quiso ver a ningún médico. Cuando Cosette le insistía, decía: «Llama al médico de los perros».

Cosette le hacía curas por la mañana y por la anoche con un aspecto tan divino y una dicha tan angelical por poder serle útil que Jean Valjean notaba que le volvía por completo la alegría pasada y que se disipaban sus temores y ansiedades; y contemplaba a Cosette diciéndose: «¡Ay, qué buena herida! ¡Ay, qué buen dolor!».

Cosette, al ver a su padre enfermo, ya no se quedaba en el pabellón, y le había vuelto a tomar el gusto al chiscón del patio trasero. Se pasaba casi todo el día con Jean Valjean y le leía los libros que él quisiera. Solían ser libros de viajes. Jean Valjean se sentía renacer; se reanimaba su felicidad con rayos inefables; se le iban borrando Le Luxembourg, el joven merodeador desconocido, la frialdad de Cosette, todas esas nubes del alma. Llegaba incluso a decirse: «Todo eran imaginaciones. Soy un viejo loco».

Era tan feliz que el espantoso encuentro con los Thénardier en el tugurio Jondrette, tan inesperado, no le había hecho mella, por decirlo así. ¡Había conseguido escapar, habían perdido su pista, qué le importaba lo demás! Sólo se acordaba para compadecerse de esos miserables. Ahora estaban en la cárcel y, en adelante, no podrían hacer daño, pensaba; aunque ¡qué lástima el naufragio de aquella familia!

En cuando a la repulsiva visión del portillo de Le Maine, Cosette no había vuelto a mencionarla.

En el convento, la hermana Sainte-Mechtilde le había enseñado música a Cosette. Cosette tenía la voz de una curruca que tuviera alma y a veces, por las noches, en la humilde morada del herido, cantaba canciones tristes que alegraban a Jean Valjean.

Llegaba la primavera; el jardín estaba tan admirable en aquella época del año que Jean Valjean le dijo a Cosette:

—No vas nunca al jardín; quiero que des paseos por allí.

—Como usted quiera, padre —dijo Cosette.

Y, para obedecer a su padre, volvió a pasear por el jardín, casi siempre sola, pues, como ya hemos dicho, Jean Valjean, que probablemente temía que lo vieran por la verja, no iba por allí casi nunca.

La herida de Jean Valjean había supuesto una diversión.