Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap XX : La emboscada.

La puerta de la buhardilla acababa de abrirse de golpe y asomaban por ella tres hombres con blusón de algodón azul y máscaras de papel negro. El primero era flaco y llevaba un garrote largo y herrado; el segundo, que era como un coloso, llevaba cogida por la parte central del mango y con la hoja hacia abajo un hacha de las de matar a los bueyes. El tercero, un hombre achaparrado, menos flaco que el primero y menos robusto que el segundo, empuñaba una llave enorme robada de la puerta de alguna cárcel.

Por lo visto, lo que estaba esperando Jondrette era que llegasen esos hombres. El hombre del garrote, el flaco, y él entablaron un diálogo veloz.

—¿Está todo listo? —dijo Jondrette.

—Sí —contestó el hombre flaco.

—¿Dónde está Montparnasse?

—Nuestro galán joven se ha parado a charlar con tu hija.

—¿Con cuál?

—Con la mayor.

—¿Hay un coche abajo?

—Sí.

—¿Está enganchada la tartana?

—Enganchada está.

—¿Con dos buenos caballos?

—Estupendos.

—¿Está esperando donde dije que esperara?

—Sí.

—Bien —dijo Jondrette.

El señor Leblanc estaba muy pálido. Miraba cuanto lo rodeaba en el tugurio como un hombre que cae en la cuenta de dónde ha ido a meterse; y movía la cabeza girando el cuello, por turnos, hacia todas las caras que lo rodeaban, con lentitud atenta y asombrada; pero nada había en su expresión que se pareciera al miedo. Se había atrincherado provisionalmente detrás de la mesa; y aquel hombre, que momentos antes sólo parecía un anciano bondadoso, se había convertido repentinamente en algo parecido a un atleta y apoyaba el puño robusto en el respaldo de su silla con un gesto temible y sorprendente.

Aquel anciano, tan firme y tan valiente frente a semejante peligro, parecía tener uno de esos caracteres que son valerosos de la misma forma que son buenos, con facilidad y sencillez. Nunca nos resulta ajeno el padre de una mujer a la que amamos. Marius se sintió orgulloso del desconocido aquel.

Tres de los hombres remangados, de los que había dicho Jondrette: son fumistas, habían cogido, del montón de chatarra, uno de ellos una cizalla grande; otro, unas pinzas de hacer palanca; y el tercero, un martillo; y se habían cruzado delante de la puerta sin decir palabra. El viejo se había quedado en la cama y se había limitado a abrir los ojos. La Jondrette se había sentado junto a él.